El Angel de su alma gemela

Capítulo 29: las suposiciones de Anna.

Anna volvió a su hogar con el corazón del tamaño de un grano de arena, encontró el regreso desde el club hasta el apartamento, mucho más doloroso que el de Hawái a Nueva York. Había sido muy extraño encontrarse con Alexander, lo notó tan diferente que sintió como si hubiera pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vio. A cada rato se le venía la imagen de él bailando con esa otra mujer, era una tortura, y sí confiaba en que James le decía la verdad, no era solo ella, si no varias. Además, la había ignorado por completo y delante de su mejor amigo, se sentía ridícula al haber ido, sabía que se arrepentiría de buscarlo, pero ahora, por lo menos, después de ese terrible comportamiento podía empezar a olvidarlo con seguridad.

Estaba acostada en su cama y observaba el techo, quería seguir llorando para sacar todo el dolor que la estaba matando, pero era como si las lágrimas se le hubieran acabado. Miró el reloj en su mesita de noche y se alarmó al ver la hora. Se colocó una almohada sobre el rostro para gritar con todas sus fuerzas.

—¡No puede ser que tenga que ir a trabajar!

Después de eso suspiró y fue al baño a darse una ducha.

Antes de meterse bajo el chorro de agua caliente, estuvo largo rato frente al espejo, se veía mal, muy mal. Enrojecida por el enojo, los ojos hinchados como dos pequeñas pelotas de golf, el cabello suelto despeinado y un poco mojado, además, bajo el gran abrigo estaba vestida con ropa vulgar, no imaginaba cómo podría estar peor.

Comenzó a desvestirse y de repente, tal vez porque estaba en el baño, recordó aquellas palabras: «No vayas». Habían sido dichas con desesperación, pero ella no había obedecido, y ahora estaba ¿pagando las consecuencias?

«¿Acaso no lo imaginé?», se preguntó a sí misma. Había dejado de soñar con el ángel, y se asustó al pensar que algo tenía que ver. ¿El Ángel quería advertirle que Alexander la dejaría?, parecía absurdo. Quiso entonces analizarlo y sacar algunas conclusiones, pero ¿para qué?, el daño estaba hecho. En ese momento, lo que tenía que hacer era ver de dónde sacaba fuerzas para seguir adelante. No sabía cuánto tiempo tomaría, pero necesitaba hacerlo, si no, se hundiría en una depresión muy profunda.

«Miles de corazones han sido rotos en este mundo, ahora me tocó a mí, algún día tenía que pasar», pensaba mientras el agua corría por su espalda.

«No puedo dejarme aplastar por esto, tengo que ir a trabajar, haré como si nada hubiera pasado». Era imposible pretender que nada había sucedido, pero habría que darle crédito por estar dispuesta a intentarlo.

Al salir del baño se vistió para una vez más dejarse caer sobre su cama. Cerró los ojos con dolor por lo hinchados que estaban, le ardían. Se obligó a quedarse dormida, no lograba conciliar el sueño, no era normal en ella; solía dormirse con facilidad bajo casi cualquier circunstancia, esta vez estaba demasiado inquieta, no sabía si era el malestar de lo ocurrido o el hambre tan grande que sentía.

El despertador sonó antes de que pudiera empezar a dormirse como necesitaba, a pesar de eso había descansado la vista, aunque continuaba adolorida, sentía el rostro hinchado por completo.

Al entrar al baño y verse en el espejo, quedó muy sorprendida. «¡Oh por Dios, ¿y ahora qué voy a hacer? ¡No puedo salir así!», pensó. Se veía terrible, las pocas horas de descanso terminaron empeorando su apariencia, sus ojos parecían más abultados. Era peor de lo que supuso; sin embargo, no podía faltar al trabajo, no durante el período de prueba.

Mientras se preparaba no dejaba de preguntarse si había hecho algo mal. En realidad, Alexander fue quien había acelerado la relación, invitándola a salir muy pronto y pidiéndole que fuera su pareja, él fue quien dijo «te amo» por primera vez, y él la llevó a dos largos paseos, habían ido a París, ¡a París! ¿Qué había sucedido? ¿Era culpa de ella o culpa de él? ¿Existía la posibilidad de que ambos hicieran las cosas mal? Era inútil cuestionarse tanto, no tenía forma de saber, lo único que podría haber hecho no pudo, Alexander no quiso hablarle. Anna tenía que, de alguna manera, borrarlo todo, borrarlo de su mente y de su corazón, aunque era tan difícil.

«Tal vez en una semana me encuentre mejor, todo es cuestión de tiempo», se decía.

Creyó que con algo más de maquillaje podría disimular la hinchazón en sus ojos, pero se equivocó.

—¡Oh, por Dios! —murmuró mientras que detallaba su reflejo deslucido—. Me veo

peor.

Se lavó el rostro y se colocó las gafas de sol que había comprado para el viaje.

Se apresuró todo lo que pudo, necesitaba ir a comer primero antes de trabajar si no quería perder el conocimiento a media mañana.

—Todo estará bien, yo puedo hacerlo, todo estará bien —murmuraba mientras cerraba la puerta con llave.




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