Apenas Anna llegó al piso donde trabajaba, vio que Amanda, su compañera de trabajo, se dirigía hacia ella con su habitual contoneo de caderas.
—Es inútil que uses eso —dijo refiriéndose a las gafas de sol que resaltaban de manera increíble en Anna—. Se nota que pasó algo. Cuéntame.
—¿De verdad? —preguntó Anna muy asombrada.
—Alexander te dejó —dijo ella muy segura de sí. No era una pregunta, sino afirmación.
—¡¿Cómo lo sabes?! —preguntó alarmada—. Podría tener conjuntivitis.
—No me engañas. Cuando las cosas van muy bien con un hombre hay algo sospechoso. Todas lo vimos venir.
—¡¿Todas?! Pero ¿por qué no me lo dijeron?
—¡Te veías tan feliz! —Amanda suspiró—. No quisimos estropearlo. Además, estabas ciega por ese hombre, si te lo hubiéramos dicho, nos habrías tachado de locas. Ahora, ven para que nos cuentes —le animó tomándola de la mano.
Fue muy vergonzoso para Anna hablar a su grupo de amigas de lo que le ocurrió, no quiso dar muchos detalles. Se limitó a decir que «él no estaba listo para estar en una relación».
—Típico —dijo una de sus compañeras.
—Todos son así —afirmó otra.
—¡Bah!, hombres ¿Quién los entiende? Son perfectos hasta que es hora de dar el próximo paso —agregó una más.
—Es un cobarde —dijo Amanda.
—¡Un imbécil! —gritó una mujer que laboraba como personal de limpieza. De casualidad estaba recogiendo la basura en ese lugar y no pudo evitarlo.
—Te mereces a alguien mejor —dijo otra compañera—. Vas a estar bien.
—¿Quieres ir a cenar con nosotras? —preguntó Amanda.
—El helado de chocolate es muy bueno en estos casos —sugirió alguien.
Anna estaba inundada de comentarios, no sabía a quién mirar. Por suerte, las gafas de sol disimulaban su inquietud. La verdad es que quería estar sola, pero todas ellas se veían tan preocupadas que terminó por aceptar la invitación.
A la hora de salida, una de ellas recomendó ir a un restaurante mexicano.
—¿Pero tú eres estúpida, o qué? —reclamó Amanda muy enojada—. ¡Ellos se conocieron en un restaurante mexicano!
—¡Oh!, cuánto lo siento, qué torpe soy —se disculpó la que había realizado la propuesta, se mostraba terriblemente apenada.
Hubo un murmullo general.
—Anna está muy sensible en este momento, no necesita que le recuerden el pasado —aseguró otra.
—¡Está bien! Está bien, chicas, tranquilas —dijo Anna tratando de calmar los ánimos—. La verdad, no me importa a donde vayamos…
—Ya lo decidí —dijo Amanda casi interrumpiéndola—. Te llevaremos a comer la mejor lasaña de tu vida.
—¿Lasaña? ¿En serio? —preguntó Anna sin mucho ánimo, había imaginado el helado de chocolate.
—¿Qué?, ¿prefieres otra cosa? —preguntó Amanda que casi parecía indignada.
—No, no. Lasaña está bien —se disculpó.
—Bien —continuó—, comeremos lasaña y después iremos a emborracharnos en el bar más cercano.
Hubo una gran exclamación de parte de todas las compañeras de Anna, aquello parecía ser una idea genial para todas ellas.
El grupo entero salió del edificio a la hora correspondiente, caminaban por las calles y parecían dispuestas a llevarse por delante a quien se atravesara en su camino. Todas estaban solteras y sin compromiso, pero esa noche no se trataba de buscar hombres, sino de hablar mal de ellos.
Llegaron a un restaurante subterráneo de comida italiana. A Anna le pareció encantador, era en su mayoría una mezcla de diferentes matices de marrón y amarillo combinados en perfecta armonía, estaba iluminado con lámparas pequeñas de luz amarilla y las paredes se encontraban adornadas con cuadros de fotografías artísticas de las provincias de Italia. Dos jóvenes que trabajaban allí prestaron su ayuda para juntar dos mesas, y así las nueve mujeres pudieron sentarse juntas. Anna observó que los manteles blancos estaban impecables y lisos, daban la impresión de haber sido planchados con mucha dedicación. Sumado a todo esto, el lugar desprendía un aroma delicioso y una música suave parecía relajar a los clientes.
—Buenas noches, mi nombre es Arnaldo —dijo el mesonero cuando les llevó el menú, era un señor mayor— ¿Qué están celebrando las señoritas?
—No estamos celebrando nada, estamos librando las penas de nuestra amiga aquí presente —respondió Amanda señalando a una avergonzada Anna—. El novio la dejó.
—¡Oh! ¡Qué pena! —se lamentó con dolor sincero—. Si me permite decirlo, señorita —agregó dirigiéndose a Anna—, el hombre que la dejó no la merece.
—Gracias —respondió ella.
—¿Ves, Anna? No todos los hombres son como Alexander —aseguró Amanda—. Este caballero se ve muy atento. Verá, señor, ya no hay hombres como usted, los de ahora no quieren comprometerse.
—Sí. ¡No quieren nada de nada! —dijo una del grupo.
—No se desanimen, aún quedan hombres buenos, no hay que desesperarse, solo deben esperar —aseguró el anciano con voz suave—. El amor no hay que buscarlo, llega cuando uno menos se lo espera. Todas suspiraron—. Mientras tanto, yo estaré encantado de traerles su cena —continuó muy amable—. ¿Qué desean ordenar?