Por la mañana, Anna despertó gracias a la alarma de su celular, por fortuna estaba programada para que de manera automática sonara a la misma hora, de lo contrario hubiera pasado de largo.
La resaca que tenía era espantosa, empezó a recordar con problemas lo que había ocurrido. En eso vino a su mente lo sucedido en el pasillo, pero su memoria no daba más, no recordaba haberlo limpiado. Se puso de pie con prisa, lo cual le costó una caída, estaba mareada.
Corrió como pudo hasta el piso de abajo con el corazón acelerado, estaba alarmada y apenada con su vecino.
Cuando estuvo frente a la puerta comprobó aliviada que el suelo estaba limpio. «¿Yo lo limpié? —se preguntó—, ¿y si lo limpió el señor Antonio?, ¡qué vergüenza! Un momento, no hay forma de que sepa que fui yo la que hizo ese desastre». Se devolvió a su apartamento muy tranquila.
Una vez de regreso, se metió en el baño, se quitó la ropa que aún tenía de la noche anterior y antes de meterse a la ducha se miró al espejo, su rostro evidenciaba la mala noche pasada.
Mientras se duchaba, debatía en su mente cómo haría para seguir adelante, no sabía cuánto tiempo se tardaba en superar una relación amorosa, y entre más lo pensaba peor se ponía.
Opinaba que no obtuvo nada positivo de la salida con las chicas, todavía se sentía con el corazón hecho pedazos. Entonces recordó las terribles anécdotas de sus amigas y se dio cuenta de que todas las relaciones eran difíciles, y, al parecer, casi imposibles de mantener. A pesar de todo el apoyo de sus compañeras de trabajo, Anna necesitaba la opinión de una mujer ya con una vida hecha, necesitaba a su mamá.
El fin de semana fue a visitar a sus padres, no fue fácil verlos, se sentía muy avergonzada. Ella les había contado su romántica historia con mucha ilusión, y ellos también se emocionaron con eso, le dio muchísima pena llamarlos para pedirles ayuda porque su novio millonario la dejó abandonada en una isla.
Necesitaba que su madre le dijera, como fiel amante de las novelas románticas, que el amor verdadero sí existía, que algún día llegaría, que ese dolor que sentía que la estaba consumiendo poco a poco no duraría para siempre.
La señora Samantha no sabía mucho de desamor, tenía la enorme suerte de estar en una perfecta relación amorosa. Había tenido discusiones con su marido, como toda pareja, pero nada fuera de lo común, no vivieron tragedias grandes ni infidelidades, eran un matrimonio tranquilo, hogareño, ambos se enamoraron siendo muy jóvenes. Era una de esas historias en donde el amor parecía durar para siempre, sin importar que les empezaran a salir arrugas, canas y se inflaran como globo, como a la madre de Anna, quien después del embarazo nunca pudo recuperar su figura.
—En las buenas y en las malas, hija, en las buenas y en las malas —solía decirle de vez en cuando, refiriéndose a su matrimonio exitoso.
Anna habría podido aplicar en su relación este consejo si hubiera notado algún problema, hubiese hecho lo posible para resolverlo, pero no podía ver ninguna falla. Se convenció de que ella no era la del problema, sino él. James tenía razón, Alexander no podía renunciar a su vida de mujeres para estar solo con una el resto de su vida, o al menos durante una temporada. En cierto modo era mejor así, haber terminado con ella pronto, era preferible a que la terminase engañando con otra después de cinco años de relación, y eso suponiendo que hubiera podido serle fiel durante tanto tiempo, pero ¡piedad!, deben existir muchas maneras de terminar con una persona sin que resulte tan doloroso.
Anna había estado llorando mucho en su cama, abrazando sus almohadas viejas. Sus padres entraron en la habitación, su mamá se sentó a su lado y la miró con una expresión que parecía ser de alegría.
—¿Qué?, ¿por qué me ves así? —preguntó ella medio secándose las lágrimas.
—Lamento tu dolor, de verdad, pero me hace feliz que estés en casa, aunque no en estas condiciones —respondió acariciándole el cabello—. Sonrío porque cuando eras una bebé solías llorar muchísimo, tu padre y yo a veces nos desesperábamos. Nos sentimos igual que en ese entonces, no queremos verte llorar, sin embargo, debes hacerlo para sacar el dolor.
—Tu mamá hizo galletas —dijo el señor Robert acercándole una taza grande. Era un hombre alto, con mucho cabello rojo, acompañado de barba y bigote del mismo color.
Anna se sentó en la cama, sonrió con dolor e intentó comer una, jamás hubiera imaginado que aquellas gloriosas galletas pudieran perder el sabor por la tristeza que sentía.
—¿Te gustan? —preguntó la señora Samantha con una ligera esperanza de ver sonreír a su única hija.
—Sí, mamá. Están deliciosas —mintió. Sus padres sonrieron.
—Tienes que buscar un hombre serio, hogareño, calmado, así como tu padre —le dijo su madre en algún momento de la visita que duró tan solo dos días y una noche—. Si decides estar con un hombre que ha estado con muchas mujeres, un día, esas mujeres regresarán a su vida y se van a atravesar en tu camino, no puedes cambiar eso.
—Sí, mamá —respondió ella muy triste mientras se tomaba un té caliente y después de haber llorado un largo rato en el regazo de la señora Samantha, quien parecía no entender que su hija no estuvo enterada del pasado durante el tiempo que permaneció con Alexander, y que de todos modos no pensaba volver a su lado.