El Angel de su alma gemela

Capítulo 33: Central Park.

Era jueves por la tarde y Anna había pedido permiso en el trabajo por primera vez, faltaba muy poco tiempo para que acabara su período de prueba y supuso que no representaría ningún problema. No se sentía bien, como si fuera a darle un resfriado, tenía un dolor de cabeza que no la dejaba concentrarse.

Salió del edificio, pero en lugar de ir a descansar, fue a comprarse un helado. Decidió dar un paseo, a pesar de que un sentimiento de culpa le decía que fuera directo a su apartamento, necesitaba tomar aire y estar en contacto con la naturaleza, eso siempre la hacía sentir mejor.

Caminaba por Central Park tratando de distraerse, pero, como siempre, distraerse era una tarea ardua, su mente desviaba sus pensamientos al recuerdo de Alexander.

Observaba a las personas, y en eso se le vino el recuerdo de aquel hombre amable que conoció días atrás, Anthony. Había pensado en él más de una vez, mas le daba tanta vergüenza haber supuesto que la estaba invitando a salir, que no consideró la opción de llamarlo.

Anthony parecía ser muy diferente a todos los hombres, en lugar de alagar su belleza, él le había dicho que la encontraba interesante. Tal vez, solo serían amigos, una nueva amistad le vendría bien. En la revista, todas sus amistades eran mujeres, parecía mala idea despreciar una buena compañía.

Con cuidado, de que no se le fuera a caer el helado, buscó en su bolso la servilleta que él le había dejado, continuaba dentro del libro que, de vez en cuando, intentaba leer. Tomó su celular y marcó.

—¡Hola!, ¿Anthony?

—Sí, ¿quién habla? —Escuchó al otro lado de la línea.

—Me diste tu número la otra noche...

—Anna —interrumpió.

—Sí —respondió.

—Te recuerdo, leías un libro muy aburrido —dijo con voz alegre.

—Sí, esa soy yo —respondió en el mismo tono.

—¿Cómo has estado?

—Bien… yo… me preguntaba si podíamos vernos, ya sabes, para charlar.

—Claro, de hecho, en este momento puedo, acabo de salir del trabajo, pero no sé si tú estás ocupada.

—No, no, estoy libre. Estoy en el parque.

Anna le dio la ubicación exacta de donde se encontraba y resultó que él no estaba muy lejos de allí.

Mientras esperaba, la invadieron los pensamientos negativos, el helado se derretía en sus manos, estaba muy nerviosa para comer y no quería tirarlo.

—¿Puedo darle mi helado a tu perro? —le preguntó a un hombre que caminaba por allí mientras paseaba un dálmata.

—Pregúntaselo a él —respondió el sujeto emocionado, al ver que una hermosa pelirroja le dirigía la palabra.

—Claro... —respondió Anna con indiferencia—. ¿Quieres? —preguntó dirigiéndose al perro, sin agacharse—. Toma.

Anna soltó el helado, cayó justo frente al animal y este empezó a comer con desespero, como si se tratara de lo más exquisito nunca antes probado. Pudo haberse inclinado, darle el helado de vainilla a la elegante mascota y hacerle cariño mientras le decía el típico: «¡buen chico!», pero estuvo muy lejos de hacerlo, la actitud del hombre la había incomodado.

—¿Quieres ir a dar un paseo? —preguntó el hombre mostrando interés en Anna.

—¿Quién yo?

—Ja, ja, ja, sí ¿quién más? —cuestionó el hombre con una sonora carcajada.

—No, gracias. Espero a alguien.

—Ya veo, ¿te gustaría ir a comer más tarde? —insistió dirigiéndole una mirada seductora que la inquietó aún más, hacía unos movimientos muy raros con las cejas.

Anna tenía que rechazarlo de inmediato, era muy empalagoso.

El hombre insistió un poco más, pero no tardó demasiado en resignarse. Anthony apareció detrás de él y Anna salió disparada a su encuentro.

—Llegaste rápido —dijo Anna que lo observaba tratando de disimular su fascinación, a la luz del día, su cabello se veía más claro; y sus ojos, de un azul precioso.

—Te dije que trabajo cerca. ¿Ese hombre te está incomodando? —preguntó en voz baja.

—Sí, pero por suerte llegaste. Ven, caminemos —pidió adelantándose unos pasos—. Al parecer creyó que le estaba coqueteando porque ofrecí darle mi helado a su perro —explicó.

—Los perros no deberían comer helado —aseguró Anthony con preocupación y girando su cuerpo para ver al animal.

—No lo sabía —respondió apenada—. Se lo di porque no quería tirarlo.

—Está bien, un poco no le hará daño —aseguró—. ¿Por qué no te lo comiste? ¿Te sientes mal? —preguntó al reanudar la marcha.

—No… bueno, la verdad es que pedí permiso en el trabajo porque me dolía la cabeza, pero ya estoy bien.

—¿Pediste permiso en el trabajo y te viniste al parque a comer helado? —cuestionó extrañado.

—Suena mal, lo sé —aclaró Anna moviendo la cabeza de lado a lado—. Pero necesitaba salir de allí.

—¿Qué ocurrió? Me dijiste que te gusta tu empleo.

—Así es, y no tiene nada que ver con el trabajo, cambiemos de tema.




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