El Angel de su alma gemela

Capítulo 47: una decisión difícil.

El señor Erick, el jefe de Alexander, estaba ya obstinado del comportamiento de su empleado en las horas laborales, deambulaba por su enorme oficina pensando en la frase:

«Negocios son negocios». Su cabeza daba vueltas a un problema que requería solución inmediata.

—¡Marina! —gritó al fin.

—¿Qué necesita, señor? —preguntó Marina, su secretaria, que había entrado enseguida a la oficina.

—Busque a Alexander Blanchet, tráigalo de inmediato —pidió con voz firme—. No lo llame, búsquelo usted misma.

La menuda señora no se hizo repetir. Amén a todas sus órdenes. Se apresuró todo lo que pudo.

El señor Erick esperaba impaciente mientras que trataba de distraerse observando por la enorme ventana.

—Aquí lo traigo, señor —señaló la secretaria una vez que estuvo de regreso.

—Déjanos solos —ordenó mientras se ajustaba el nudo de su corbata—, y cierra la puerta.

—Sí, señor —musitó Marina y salió enseguida.

—Alexander, toma asiento —pidió mientras se sentaba en su silla de cuero blanco.

Una vez que la puerta estuvo cerrada, miró a su empleado como si estuviera haciéndole una pregunta.

»Alexander —dijo molesto, su postura corporal también indicaba su estado—, he tratado de tomármelo con calma, pero no puedo seguir dejando pasar esto por alto.

Hubo un corto silencio, era como si Alexander no estuviera allí, no dijo ni una sola palabra, ni siquiera le había dirigido la mirada a su jefe. Tenía los párpados caídos y unas ojeras que ya empezaban a verse preocupantes. Parecía que tenía unos cinco días sin rasurarse la barba, y se le veía bastante cansado.

—Alexander… ¡Alexander! —gritó el señor Erick para llamar su atención.

—Dígame, señor —respondió al fin, dirigiéndole una débil mirada. Hablaba con un tono de voz muy característico, ese que había adquirido hace poco y arrastraba las palabras.

—Creo que tienes un serio problema, Alexander. Veras, soy un hombre tolerante, puedo entender que tengas tus asuntos, pero estas semanas has superado mis límites, te he dado tres advertencias y es como si no te importara —decía enojado mientras lo veía con firmeza a los ojos—. Llegas tarde a trabajar, actúas distinto, hablas distinto. No me entregas los informes a tiempo, tienes acumulado mucho trabajo ¡Tú actitud nos ha hecho ganar atrasos en la construcción!

El señor Erick estaba muy alterado, se expresaba cada vez con un tono de voz mayor, entre más fallas recordaba más alto hablaba, tanto así que terminó por ponerse de pie.

Cuando terminó de protestar se dejó caer sobre la silla con toda la rapidez que su edad le permitió.

—Cada vez estás peor —murmuró. Alexander seguía en completo silencio— ¿Me has escuchado? —No hubo respuesta— ¡¿Me has escuchado?! ¡¿Qué demonios sucede contigo?! —exclamó.

—No lo sé, señor —contestó Alexander quien hace rato había desviado la mirada.

—Este empleo es importante. Alexander, tienes que comportarte a la altura, ganas buen dinero, no te hace falta nada. ¿Necesitas unas vacaciones?

Alexander no habló.

—A ver… —dijo el jefe soltando un suspiro—. Ya que tú no has dicho nada, entonces debo preguntar ¿Ha ocurrido algo con el proyecto? ¿Tienes un problema con la construcción, con tus compañeros de trabajo? —preguntó con la esperanza de dar con el clavo.

Alexander negó con la cabeza.

—¿Tienes algún problema familiar?

—No, señor —murmuró Alexander todavía sin mirarlo.

—¿Es un asunto de salud? ¿Estás enfermo?

—No sabría decirle, señor. No…, no lo creo.

Miró a Alexander muy extrañado, no podía ser aquello que pensaba.

—¿Problemas... con una mujer, quizás? —preguntó esta vez.

Alexander se quedó callado, sacó su teléfono del bolsillo. El señor Erick no comprendió qué hacía, observó que movía el pulgar como si estuviera buscando algo, ignoraba que estaba viendo las fotos de una mujer pelirroja que había recibido hace dos semanas.

»¿Entonces? —reclamó cansado después de casi un minuto de indiferencia de parte de su entrevistado, que continuaba con los ojos clavados en el teléfono.

—Yo... quisiera decirle, señor, pero no puedo.

Sentía como si estuviera hablando con la pared, la defensa de Alexander dejaba mucho que desear. Le había tomado afecto, sin embargo, no permitiría que eso interfiriera con su dinero.

—No me dejas más opción —aseguró y respiró profundo para soltar las palabras que nunca pensó que diría a su mejor empleado—. Recoge tus cosas, estás despedido.

Se quedó esperando una reacción; no obstante, su empleado no se movía. Sacó una hoja de entre los papeles y la colocó sobre el escritorio junto con un bolígrafo de tinta negra.

—Lo lamento —murmuró Alexander casi un minuto después. Tomó el bolígrafo y firmó al final del papel sin detenerse a leer. Se puso de pie con lentitud, dio la vuelta y salió de la oficina en silencio.




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