Ser millonario le permitía a Alexander no preocuparse por tener que conseguir un trabajo, ni ese día ni el siguiente ni nunca. Pero él disfrutaba lo que hacía y ser despedido de la compañía fue la gota que derramó el vaso, que parecía hacerse cada vez más grande para retener todos los golpes que la vida le estaba dando.
Alexander esperaba de pie frente al ascensor a que las puertas se abrieran para marcharse de ese edificio. Estaba impaciente, no quería irse, pero era demasiado vergonzoso estar allí, segundos antes pudo sentir cómo sus compañeros lo miraban extrañados, y no quería encontrarse con alguno en el elevador. No quería responder preguntas de nadie.
Una vez que las puertas abrieron, entró. Presionó el botón y fue justo ahí cuando una gran nostalgia lo invadió. Sería su última vez allí. Observó cada detalle del elevador y hasta respiró profundo para olfatear su olor, quería guardar en su memoria el recuerdo de lo que había sido años de trabajo.
Mientras caminaba a su auto sentía como la caja que llevaba en sus manos pesaba más de lo que debería, mas no era el contenido de esta, apenas había unas cuantas cosas, de hecho, sobraba muchísimo espacio. Eran las emociones las que estaban metidas allí adentro las que le pesaban, y fue difícil sujetarlas de camino al estacionamiento.
Abrió la puerta de su automóvil, colocó la caja en el asiento del copiloto, se sentó, cerró la puerta y antes de encender el vehículo puso las manos sobre el volante y lo apretó con fuerza, como si quisiera descargar toda su ira con él hasta hacerlo pedazos. El enojo contenido recorrió su cuerpo y se alojó en su cabeza, entonces los sentimientos pudieron más que el hombre, sus ojos se llenaron de lágrimas y fue imposible contenerlas.
—Ahora mi trabajo, mi trabajo... Lo he arruinado ¡Lo he arruinado, maldita sea!
«¡¿Qué demonios sucede conmigo?!».
Esta última frase hizo que vinieran a su mente recuerdos que había intentado borrar. Una idea que parecía descabellada permanecía en su mente desde hacía un tiempo y, pensando en que podía ser cierta, decidió en ese momento llevar las fotografías de la tal Anna a un experto para que las evaluara, si eran verdaderas, entonces sus suposiciones serían una realidad.
A falta de pañuelo se secó los ojos y la nariz con la parte interior del saco que cargaba puesto ese día y arrancó el auto dispuesto a armar el rompecabezas en el que se había convertido su vida.
Primero fue a su apartamento, dejó la caja sobre la mesa de la cocina y ordenó comida.
Se dio una ducha mientras esperaba y, una vez que pudo ingerir algo, se preparó para salir de nuevo.
Al momento de cerrar la puerta pareció dudar un poco, retrocedió, sacó las llaves del auto del bolsillo de su pantalón y las colocó sobre la pequeña mesa al lado de la puerta, decidió caminar, no tenía ganas de conducir.
Minutos después entraba en un local en donde editaban fotografías, y el dueño se apresuró para atenderlo.
—Necesito saber si estas fotografías son falsas —solicitó Alexander casi enseguida.
—Por supuesto, déjeme ver —respondió el joven muchacho, era rubio y de ojos azules, llevaba su cabello en rastas y su vestimenta era descuidada.
Alexander esperó impaciente por una respuesta mientras el joven revisaba el teléfono.
»¿Necesita saber si todas estas fotografías son falsas, o solo una de ellas? — preguntó haciendo un gesto de extrañeza.
—Todas.
—Pero... el hombre de las fotografías es... usted —agregó haciendo el gesto más grande.
—Así es —respondió Alexander en seco.
—Y... ¿quiere saber si son falsas?
—¿Tengo que repetírselo?
—Eh..., sí —dijo arrugando el rostro como con miedo a que le fuera a gritar.
—Necesito saber si todas estas fotografías son reales —dijo Alexander con la mirada fija.
—Lo que usted diga —respondió extrañado.
—¿Cuánto tiempo tardará?
—Deme unos minutos para extraer las fotos y puede venir pasado mañana a esta hora.
—No tengo tanto tiempo, necesito saberlo ya mismo —exigió Alexander.
—Tengo mucho trabajo atrasado, no será posible. Además, son muchas fotos —aseguró el joven al tiempo que negaba con la cabeza de lado a lado con rapidez, su cabello se movía con él.
—Le pagaré el doble.
—No es una oferta muy tentadora —respondió, esta vez movía la cabeza al lado izquierdo y después al derecho, como si ejercitara su cuello—. Verá, serían apenas unos…
—¿Mil dólares en efectivo le parece bien? —interrumpió Alexander, cuya paciencia disminuía.
—¿Es una broma?
Alexander sacó una paca de billetes de su bolsillo y se lo mostró decidido.
—Deme media hora —contestó el joven con la cabeza inclinada hacia el lado derecho, y con una amplia sonrisa.
Alexander vio que el muchacho se alejaba con su celular en la mano y escuchó que decía en voz baja: «Hay que darle al cliente lo que el cliente quiere». Pronto se ocultó detrás de una gran cortina de franjas multicolores.