Alexander y James, muy cómodos en sus asientos de primera clase, hablaban de forma acalorada, entre platillos y atenciones del personal del avión, todo lo referente a los últimos meses.
James había comenzado desde el principio, y Alexander no dejaba de interrumpir con preguntas y exclamaciones.
—¿La conocí en Fajitas Mex el día de la presentación? —preguntaba. Se notaba que hacía un esfuerzo en recordar.
—Pero ¡¿cómo no te vas a acordar?! —cuestionaba James que, por instantes, debatía lo de la pérdida de memoria—. ¡No puede ser!
—¿Cómo le iba a pedir que fuera mi novia tan pronto? —argumentaba Alexander luego de un rato.
—¡Exacto! ¡Vaya!, hasta que por fin me entiendes ¡Era muy pronto para que se hicieran novios!
—No puede ser —decía Alexander de vez en cuando.
—¡¿Viste?! Yo te dije que estabas loco por ella.
—¿Me la llevé a París?, ¡pero es eso es una locura!
—¡Lo sé!, ¡pero es que yo te dije que era demasiado y tu insistías!
—¿Estás seguro que ella fue conmigo a Hawái?
—Segurísimo.
—De verdad que me cuesta creer todo esto —expresaba Alexander atónito por completo.
—Yo insistía e insistía en que terminaras con ella. Tú me ignorabas, y yo estaba enojado. Pero ¡¿cómo iba a saber yo que era tu alma gemela?!
—Ni yo mismo hubiera podido saberlo.
Cuando James hubo terminado de contar todo lo ocurrido en el primer mes, se dedicó a narrar la delicada noche en el club, cuando Anna fue a buscarlo, así como los encuentros que tuvo con ella meses después de eso. James sintió por un momento que se había quedado sin voz antes de contarle que casi la besa, no obstante, se armó de valor y confesó, no quería ocultarle nada, sobre todo, porque no fuera a ser que Anna sí lo recordara y algún día lo mencionara. James no quería ni imaginarse la reacción de Alexander.
«Por eso siempre es mejor contar las cosas como son», pensaba mientras hacía un esfuerzo en terminar de relatar lo ocurrido aquella noche.
Luego de eso procedió a contar lo poco que sabía sobre Anthony, aquel hombre rubio y de ojos azules por el cual Anna parecía mostrar un pequeño interés. Pasaban las horas y era difícil saber quién estaba más sorprendido, sobre todo, cuando Alexander comenzó a narrar con detalle las constantes presencias del demonio vestido de negro. A James se le ponía la piel de gallina, aunque no lo había visto ni quería hacerlo, ya estaba convencido de que todo era real. Le pidió disculpas repetidas veces, se sentía como un mal amigo por no haber estado allí para Alexander, sí admitió que lo notaba un poco diferente, pero toda la locura que tenía encima la asociaba con Anna, y jamás se le hubiera ocurrido la posibilidad de lo que en realidad le estaba ocurriendo. Al final, terminó dejando la culpa a un lado porque Alexander le insistió que abandonara ese sentimiento, puesto que el verdadero culpable era él por no habérselo querido comentar.
Mientras que Alexander y James apenas durmieron, por estar hablando en el avión con destino a Tokio, Anna se encontraba en la oficina, pensando en cómo le haría a Natsuki todas las preguntas que James le había encargado.
Estuvo en shock durante un par de horas luego de enterarse de que Julia era la responsable del sufrimiento de su amigo, incluso, al despertar esa mañana, esperaba que todo hubiera sido un mal sueño, pero al revisar el celular, vio el registro de llamadas y dejó de dudar. Anna no era de las personas que pudieran odiar a alguien, pero la situación la consideraba delicada y, aunque Natsuki le había caído bien desde un principio, ahora le tenía cierto desprecio.
«Siempre hay dos versiones de la misma historia», se decía para no sentir tanto rencor. «Solo debo tener paciencia y lo sabré».
Llegó a la conclusión de que la hora de almuerzo no sería buena idea, pues si la confesión, si es que lograba hacerla hablar, llegara a ponerse intensa y ameritara más tiempo, volver al trabajo lo arruinaría todo. Así que esperó con mucha dificultad la hora de la salida y siguió pensando en cómo podría interrogarla sin que pareciera que la estaba presionando; tenía que ser discreta, no quería arruinarlo todo disparando preguntas sin parar, que era lo que en realidad quería hacer. Cuando llegó la hora se dirigió a la oficina de Natsuki.
«Ojalá tenga una buena excusa», pensó entrecerrando los ojos.
—¿No estás muy cansada o sí? —le preguntó.
—¿Por qué? ¿Necesitas algo? —interrogó Natsuki casi enseguida
—Quería saber si querías ir por una bebida.
—Seguro.
—¡Genial! —dijo respirando con alivio. Ambas salieron del edificio.
Anna le dirigía miradas amenazantes de vez en cuando sin que ella lo notara. Las dos eran muy buenas compañeras. Anna le había pedido, al tercer día de conocerla, que la tratara de «tú», pues tanta formalidad la abrumaba, de igual modo hizo con Dai, aunque él se negó al principio.
Pronto llegaron a una calle muy estrecha en donde había muchas puertas que conducían a diferentes bares de reducido tamaño.
Anna quedó asombrada al entrar, apenas cabían unas diez personas. El ambiente se sentía muy íntimo, y eso era perfecto para lo que ella planeaba, parecía ser un lugar en el que las personas iban a contar secretos.