A la media noche, en una fila de sillas dentro del Aeropuerto Internacional de Narita, Tokio, estaban James con su maleta, y Alexander, que desde hace un rato lo acompañaba. Ambos estuvieron conversando para ponerse al día con lo que les había ocurrido desde que se separaron en la madrugada. James narró su historia con mucha emoción, y después de eso se dedicó a escuchar con atención a su amigo que, al contrario de él, narraba con los ánimos muy bajos cómo Anna accedió a darle una oportunidad.
—Después de que me dijo que sí, le pedí que me dejara pasar el día con ella antes de contarle —decía Alexander—. Me acobardé, no sabía cómo empezar, además, no podía decirle todo allí en medio del parque. ¡No era el lugar apropiado! —se justificó.
—¡Por supuesto! —respondió James que interrumpía la narración con constantes exclamaciones.
—Hubieras estado allí, no pudo haber sido más embarazoso.
—¡Qué mal!
—Yo quería preguntarle muchas cosas para conocerla —se lamentaba Alexander—. Quería saber de ella más de lo que tú me has contado, pero no podía hacerlo porque no sé cuáles son las cosas que no sé.
—¡Qué difícil!
—Lo fue —dijo cabizbajo.
—Solo hay una solución. Debes decirle la verdad cuanto antes, hasta que no se lo digas no dejará esa actitud indiferente que dices que tiene.
—Lo sé.
—Todo esto que te ha sucedido parece una locura, Alex, pero debes cuanto antes justificar tus acciones —dijo sermoneándolo—. No te va a perdonar si no le dices. Lo que me preocupa es que le pediste solo una oportunidad, ¡debiste de haberle pedido varias!
—Tienes razón —aseguró Alexander preocupado—. Tengo que decirle mañana.
—Bueno, bueno, ya no puedes cambiarlo.
—¿Tú crees que ella me crea?, ¿fue fácil para ti?
—Todavía me suena de locos —confesó James—. Pero te creo, de todos modos, si ella no lo hace, llévala a una consulta con Molly como último recurso —bromeó.
—¿Sabes qué? No es mala idea —coincidió pensativo.
—¡Claro que no lo es! —exclamó antes de carcajearse—. Pero en serio —agregó y se aclaró la garganta—, hazlo mañana, no sé cómo pudo pasar el día contigo, debes estar agradecido por la paciencia que tuvo.
—Es por ese parque; es asombroso, tiene museos, templos y… ¡Hasta un zoológico! Había mucho por ver.
—Ja, ja, ja, lo sé —reconoció James.
—En fin, casi no hablamos, solo unas pocas cosas sobre cómo le ha ido desde que llegó.
—¿Te dijo algo de Anthony?
—No quise decirle que ya conocía de su existencia, no quería presionarla.
—¿Hablaron de mí?
—¡Oh sí! —respondió Alexander.
—¡¿Cómo que oh, sí?! ¿De qué hablaron?
—Cuando nos llegó tu mensaje, contando que te había ido bien con Julia, ella mencionó algo así como que sentía que la habías traicionado.
—¡¿Traicionado, yo?! —reclamó—. ¡Con más razón ahora debes apresurarte a contarle! No quiero que esté molesta conmigo, además… —agregó todo altanero y bromeando—. Yo soy el héroe en esta historia, gracias a mí pudiste encontrarla.
—No te preocupes, le diré todo. Yo le insistí para que viniera a despedirte, espero que decida pasar por acá.
—Está bien, ya se le pasará, espero —respondió James inquieto—. Termina de contar, ¿de qué más hablaron?
—No hay mucho más que decir, como te dije, apenas intercambiamos palabras, caminamos bastante, me duelen las piernas; estoy agotado.
—Te hace falta ejercicio —dijo como si lo estuviera reprimiendo.
—Yo no soy el que se queja de que le aprieta el pantalón —respondió Alexander defendiéndose.
—¡Yo no hablo de ejercicio para rebajar! Hablo de poner el cuerpo en movimiento —aclaró.
—Sí, claro.
—En fin, ¿cuándo te despediste de Anna? —preguntó James para volver al tema.
—Fuimos a cenar a un restaurante. Al terminar de comer me dijo que estaba cansada y que se iba al hotel. La acompañé y después de allí estuve caminando sin rumbo un rato, como si no me dolieran suficiente los pies, y me vine para acá.
—¿Pero sí le dijiste para que se vieran mañana?
—Sí.
—¿Y qué te respondió?
—Que me iba a avisar —respondió Alexander con indiferencia.
—Eso es malo —acotó pensativo.
—¡¿Por qué?!
—Yo digo que te aparezcas mañana en su hotel con un enorme ramo de flores, como los que solías regalarle, y le digas todo.
—Está bien, lo haré —coincidió Alexander después de un par de segundos, sonaba muy decidido.
Ambos amigos se recostaron de sus asientos y se dedicaron a observar a los transeúntes.
—¿Qué ha pasado con Julia?, ¿dónde está? —preguntó Alexander unos minutos después.
—No debe tardar, pero supongo que quiere torturarme. Estoy seguro de que llegará fingiendo mucha tristeza.
—Pero ¿tú no estás asustado por lo que le haya dicho Elisabeth? —lo increpó con curiosidad.
—No, confío en que la transferirá de nuevo
—Eso espero, amigo, pero ¿y si le dice que no? ¿Le pedirías que renuncie o te mudarías tú para acá?