Cuando Alexander entró a su apartamento, después de llegar del aeropuerto, fue a la habitación cargando las pesadas maletas. Como la estadía se extendió, tuvo que comprar otra, y de gran tamaño, para poder llevar la ropa extra que compró. Además, había adquirido unas chaquetas de primera calidad como regalo para James.
Colocó el equipaje sobre la cama para empezar a desempacar, y en ese momento que sabía que Anna había estado allí durmiendo a su lado, sonrió al tratar de imaginar cómo fue.
Al terminar de organizar todo, se dio una ducha, no sabía qué más hacer, sentía que la hora para buscar a su novia nunca llegaría, o al menos que tardaría demasiado. No se había despegado de ella en más de una semana y todavía quería estar a su lado.
Para matar el tiempo colocó el canal de las noticias a ver qué había pasado de nuevo en el mundo, en Tokio hizo de todo menos ver televisión. También aprovechó para meter a lavar la ropa sucia del viaje.
Entretenido con un documental muy interesante sobre cómo serían los alimentos del futuro, casi se le pasó la hora.
Corrió a su habitación a vestirse, ya tenía la ropa preparada; un elegante traje blanco y una camisa azul claro, esta vez no usaría corbata.
Con llave en mano salió al ascensor, se veía muy contento al saber que más nunca tendría episodios de terror en ese lugar.
Llevaba rato conduciendo cuando paró en una floristería donde compró un enorme ramo de claveles rojos y se dirigió a buscar a Anna, quien le había dicho que podía irse en un taxi, sin embargo, él había insistido con ir a buscarla, quería sorprenderla llevándola a cenar a un restaurante muy elegante.
Pronto llegó. Logró conseguir un puesto no muy lejos de la entrada, a unos tres vehículos de distancia.
Con las flores en la mano, se dirigió hasta las escaleras de enfrente del edificio y, justo saliendo de allí, había un hombre de cabellera rubia que parecía tener problemas para decidirse si cerrar la puerta con él afuera o adentro.
—¡Déjala abierta! —le pidió Alexander, y subió con prisa los seis escalones restantes—. Gracias, amigo —dijo al llegar.
—¿Qué haces aquí?
—Perdón —preguntó dándose la vuelta.
—¿Qué haces aquí? —repitió el hombre sin mirarlo.
—Vengo a visitar a mi novia —contestó extrañado y acercándose un poco para tratar de verle el rostro al sujeto que tenía enfrente y que continuaba cabizbajo—. Lo siento, ¿te conozco? Te parecerá extraño, pero tengo problemas de memoria. No bromeo, te lo juro, es cierto.
—¿Es por ti que me rechazó? —lo increpó al fin, levantando la mirada— ¡No puedo creerlo! —murmuró.
—¿De qué hablas?
—No puede ser. No, no, no puede ser —repetía una y otra vez el sujeto, se mostraba muy afectado.
—¿Te encuentras bien?, ¿te conozco?
—Pero ella me dijo que… tu, tú te fuiste de su vida.
—Trataré de adivinar.
Alexander ya comenzaba a tener una idea de su identidad, era como Anna lo había descrito; rubio, alto y de ojos azules. Observó que vestía una ropa de invierno algo desgastada, usaba una bufanda vieja, estaba demasiado abrigado; en su mano sostenía una flor casi marchita y, juzgando por la expresión en su rostro, parecía ser alguien con algún tipo de conflicto interno.
—¿Tu eres Anthony? —preguntó y cerró la puerta a sus espaldas, quedando ambos fuera del edificio.
—¿Sabes quién soy? —preguntó sorprendido.
—Lo siento, creo que Anna no te contó que volvimos, ella…, un momento —se interrumpió Alexander—. ¿Cómo sabes que soy yo? ¿Ya nos habíamos conocido antes?
—Sí.
—¿De verdad? Ese detalle no me lo habían contado. Perdón, es que como te dije, tengo problemas de memoria, hay mucho que no recuerdo.
—No. A mí sí me recuerdas —aseguró Anthony adoptando un tono de voz extraño.
—No... no lo creo —dijo de verdad esforzándose en hacerlo.
—¿Que no intenté lo suficiente? —indagó cabizbajo en voz baja y forzada, como si no quisiera de verdad decir esas palabras—. No lo fue, si no, no estuvieras aquí —susurró para él mismo.
—Lo siento, no te oí bien.
—No quería que volvieras con ella —expresó conteniendo sus emociones.
—Oye, de verdad lo lamento, Anna me dijo que…
—Detente —interrumpió.
—¿Qué dijiste? —preguntó Alexander desconcertado.
—¡Detente! —repitió afligido—. Te lo dije esa madrugada en las escaleras, te dije que no fueras a verla —agregó con una indescriptible desesperación.
Alexander sintió un desagradable escalofrío recorrer su cuerpo, se alejó de él con violencia y esto causó que chocara su espalda contra la puerta, haciendo que se alterara todavía más, y dejó caer las flores sin querer.
—Pero que…
—Te lo dije aquella noche.
—Maldición ¡¿Eras tú?! ¡¿Qué... rayos... eres?! —balbuceó mirándolo de arriba abajo.
Sentía que se ahogaba, desesperado quiso aflojarse el nudo de la corbata, pero no traía ninguna, y por un momento fue como si todos los colores hubieran desaparecido; y el aire, dejado de circular.