Esa noche pareció eterna.
No le quitaba los ojos de encima… y, al mismo tiempo, ella tampoco apartaba los suyos de mí. No era solo porque fuera hermosa, sino porque sentía que, en cualquier momento, podría desaparecer. Sus ojos me observaban fijamente, como si estuviera leyendo cada parte de mi ser.
A la mañana siguiente, intenté nuevamente enseñarle cómo se comía, pero seguía sin comprender a qué me refería. Mientras yo comía, ella solo me observaba desde la cama, con esa misma expresión serena y curiosa.
Revisé sus heridas, las limpié para evitar infecciones. Cada vez que lo hacía, sus ojos temblaban ligeramente, pero no se resistía. No luchaba. Solo me dejaba hacerlo.
Ese día llamé al trabajo. Dije que estaba enfermo. Quería ganar algo de tiempo para pensar qué hacer con esa chica. Actué con normalidad durante el resto del día: limpié la casa, cociné, lavé... hice todo como siempre, mientras ella me observaba en silencio.
Hasta ese momento, ni una sola palabra había salido de sus labios. Nada. Ni siquiera un sonido. Cada vez más, la curiosidad me invadía. ¿Qué era realmente? ¿Un ángel? ¿Algo más?
Quería saberlo. Pero también tenía miedo de incomodarla, así que no pregunté nada.
Ese día pasó más rápido que el anterior. El ángel seguía en la cama, pero algo había cambiado. Ya no había miedo en sus ojos cuando revisaba sus heridas. Ya no temblaban. Su expresión era seria, aún distante, pero no asustada.
Todavía no comía ni bebía nada, lo cual me preocupaba. Pero, al mismo tiempo, parecía no necesitarlo.
Pasó otro día. Esta vez tuve que regresar al trabajo. Cada mañana, al despertar, ella estaba allí, y sus ojos seguían fijos en donde yo me encontraba. Parecía que tampoco dormía… o al menos, eso creía.
Nunca cruzamos palabra.
Las únicas palabras que le dije fueron el primer día, cuando la encontré. Desde entonces, ni ella ni yo habíamos dicho una sola palabra. Éramos dos presencias que compartían una misma casa. Me levantaba, curaba sus heridas, dejaba comida y agua, y me iba al trabajo.
Así pasaron los días.
Conforme avanzaba el tiempo, su expresión comenzó a suavizarse. Sus heridas también. Ya no parecía temerme, ya no estaba en guardia. Incluso, una noche en la que regresé del trabajo, la encontré dormida sobre la cama. Me acerqué con cuidado, miré su rostro dormido… se veía frágil, vulnerable.
En ese momento solo deseaba que se recuperara… para que mi vida volviera a la soledad que tanto me gustaba.
Nunca le conté a nadie sobre ella. No porque no quisiera… sino porque no tenía a quién. Con mi familia apenas cruzaba palabra. Ellos tampoco serían la excepción.
Ya habían pasado dos semanas desde su llegada. Sus heridas estaban casi completamente curadas. Me sorprendía la velocidad con la que sanaba.
Había comenzado a deambular por la casa, con curiosidad. Le gustaba ver todo lo que llamaba su atención. A veces se sorprendía incluso de sus propias acciones.
Recuerdo una vez en particular: tocó el microondas por accidente, y al sonar repentinamente, se asustó. Corrió rápidamente de vuelta a la cama. Sin darme cuenta, una sonrisa se formó en mi rostro.
En ese momento, podría decirse que fue... divertido.
La soledad era buena, sí. Pero esto tampoco estaba nada mal.
Seguíamos sin hablar, pero nos entendíamos. A veces pensaba que tal vez debería contarle a alguien más, o incluso traer a un sacerdote… pero entonces, pensamientos oscuros cruzaban por mi mente:
¿Qué sería de este ángel si las personas se enteraban?
¿Qué haría la iglesia si supiera que un ángel estaba en mi casa?
¿La usarían? ¿La encerrarían? ¿La lastimarían?
No... no podía permitir eso.
Así que callé.
Me concentré únicamente en ayudarla a recuperarse, con la esperanza de que, algún día, pudiera volver a su hogar.
Con el tiempo, el ángel y yo comenzamos a acercarnos.
Le enseñé algunos juegos de cartas. Jugábamos por las noches. Se interesaba por los juegos de mesa, y cada vez pasábamos más tiempo juntos.
Aún no comía ni bebía… pero se le veía sana. Así que asumí que no lo necesitaba.
A veces la veía dormir, aunque no mucho. Pero sí lo hacía. Comenzamos a tener una rutina: en las mañanas limpiaba sus heridas, en las noches jugábamos hasta la madrugada. Una vez incluso vimos televisión.
Recuerdo en especial una película de terror. Se asustó mucho. Fue... gracioso.
Pero luego pareció enojada.
No volvimos a ver una película desde esa noche.