Laerte era un joven universitario de 20 años que estudiaba arqueología y su vida no era tan diferente de la del resto. Él vivía con su madre Dione y dos hermanos menores Rena y Felix, mientras que su padre Abramo poco lo veía desde que su madre lo dejó. Amigos tenía varios, pero sólo podía considerar como a sus más íntimos amigos a Valerio, compañero de la escuela desde la preparatoria y a Alysa, a quien conoció en la primaria.
Como parte de sus estudios, Laerte solía salir a prácticas de campo a diferentes lugares del país en compañía de sus compañeros, donde los maestros los guiaban en trabajos arqueológicos reales que duraban varios días, en los cuales, dependiendo de la labor, solían quedarse en campamentos, casas rentadas o albergues. Fue en una de estas salidas, en la que Laerte se encontraría con algo que cambiaría su vida.
—Por hoy hemos terminado muchachos, recojan las herramientas para volver a la casa —anunciaba el maestro mientras echaba un vistazo al avance del día— Recuerden que nos queda una semana antes de terminar.
Con rapidez los alumnos recogieron las cosas y las subieron a la camioneta, pues aunque a muchos les entusiasmaban las salidas en campo, en aquel lugar en particular no encontraban nada verdaderamente relevante que los emocionara como en otras ocasiones, así que volver a la casa donde se hospedaban les causaba alivia, especialmente en un día tan caluroso como ese.
—No creo que encontremos nada, llevamos dos semanas escavando y sólo hemos hallado un puño de trozos de vasijas —bufó Valerio subiéndose a la camioneta.
—Quizá no encontremos nada, pero tampoco se confíen —intervino el maestro Franco que cerraba la cajuela de la camioneta— Como una especie de maldición, suelen salir cosas en los últimos días de trabajo y si eso pasa, van a arrepentirse de haberlo encontrado, porque no podemos quedarnos más días, y habrá que registrar todo a prisa.
—¿Qué pasaría si encontramos algo que no podamos registrar a tiempo? —preguntó Laerte.
—Yo podría quedarme un par de días más —comentó uno de los alumnos con entusiasmo.
—Muy buena pregunta. Como saben, hay tiempos establecidos para trabajar, no sólo por el presupuesto, sino porque a veces los dueños de los terrenos no siempre serán tan abiertos a dejarlos trabajar por más tiempo —explicaba el maestro— Así que si encuentran algo importante pocos días antes de terminar la temporada, deberán evaluar si pueden o no hacer el registro y levantar el material. Si calculan que les es imposible, deberán enterrar todo de nuevo, registrar el sitio donde lo encontraron y planear su metodología para volver en la siguiente temporada.
—¿Eso no probaría que la gente de los alrededores saquen las cosas antes de que podamos volver? —preguntó Dalila, una de las alumnas.
—Si, por desgracia es un riesgo, porque aunque es ilegal que mueven esos objetos, mucha gente desconoce las legislaciones al respecto. Hablaremos más de eso cuando volvamos al salón de clase, por ahora, volvamos a la casa.
A pesar de que a varios alumnos les despertaba la curiosidad de oír al maestro, todos obedecieron al ser más grande su cansancio y sin más dilación se dirigieron a la casa en el centro del pueblo. Tras dejar las herramientas en la bodega todos comieron juntos y al terminar, cada uno elegía libremente el momento en que debían hacer trabajo de oficina o descansar, pero sabiendo que al final de la temporada habrían de entregar un informe de todo el trabajo realizado.
En esa ocasión, Laerte, Valerio y Oscar, decidieron salir a caminar al pueblo. No era un lugar muy grande y tampoco había muchas cosas que pudieran hacer allí, pero ese día habían estado mucho tiempo sentados o de rodillas escavando, y tenían ganas de estirar las piernas.
Durante su paseo, decidieron comprar unas cervezas pero antes de poder entrar a la tienda, Laerte recibió una llamada que decidió atender fuera de la tienda mientras sus amigos hacían la compra.
—¿Qué ocurre mamá? —pregunté Laerte preocupado de la llamada repentina, pues aunque solía comunicarse diario su con madre, normalmente lo hacía por la noche para dar las buenas noches.
—No te alarmes hijo, tu abuelita se ha puesto mal y he tenido que traerla al hospital, pero está fuera de peligro —explicaba Dione— No iba a decírtelo para no preocuparte en tus tareas, pero tu abuelita insiste en que quiere hablar contigo.
—¿Hablar conmigo? —preguntó extrañado.
—Si, al parecer ha tenido un sueño que la alteró y dice que no se sentirá tranquila si no habla contigo —murmuró evitando que su madre la oyera— Por favor óyela y no la cuestiones, sólo dile que estás bien.
—De acuerdo, pásamela.
—¿Laerte? ¿Hijo? ¿Estás bien? —preguntó Dafne con mucha angustia.
—Si abuelita, soy yo y estoy bien. Estoy en la tienda con unos amigos.
—¡Qué alivio! Escúchame hijo, quizá ya no te vea cuando vuelvas, pero tienes que recordar dos cosas muy importantes —decía la anciana apresurada como si se le terminara el tiempo— No confíes en la mujer de ojos verdes que brillan, no importa lo que te diga o lo amable que parezca.
—Abuelita, no digas eso, volveré en una semana, claro que nos veremos —contestó Laerte desconcertado con las palabras de su abuela pero preocupado de que quizá su madre no le dijo qué tan mal estaba ella realmente— Y por la mujer de ojos verdes no tienes de qué preocuparte porque no conozco a nadie así, pero si la llego a ver, me alejaré, te lo prometo.
—Gracias a Dios te lo he dicho a tiempo. Por favor, no lo vayas a olvidar —suplicó la mujer para luego cambiar su tono de voz, que si bien aún sonaba preocupada, se oía más dulce al decir— No olvides que te amo mucho.
—Yo también te amo abuelita y no olvidaré tu consejo.
El alivio en la anciana fue muy evidente y con tal tranquilidad, pudo despedirse de su nieto, pero en cuanto Dione respondió nuevamente el teléfono, Laerte no tardó en preguntar a su madre por lo que estaba pasando.
Editado: 30.03.2020