Permanecí unos segundos incrédulo hasta que volví a mi realidad, sin más opciones que obedecer, caminé hacia la puerta y la atravesé. Asombrosamente, Adreuz tenía razón, la sala ya no parecía ser aquella en la que se encontraba mi camilla, no podía explicarme esto; aunque, siendo sincero, ni siquiera intenté hacerlo.
En cambio, la sala era totalmente distinta a la anterior, parecía más bien el taller de un relojero. La razón era que éstos objetos adornaban totalmente el lugar, relojes de arena, de sol, cronómetros y relojes de aguja, todos ellos obsoletos, algunos, incluso, parecían artesanales, tallados a mano sobre finas rocas de colores vibrantes.
Al fondo, frente a una estantería repleta de libros, se hallaba de espaldas un joven. Aparentaba ser unos años mas joven que yo, de cuerpo esbelto y con cabello corto, un tanto desordenado.
—Adelante Martin, siéntate —dijo sin siquiera voltearse.
—¿Quién eres? —la pregunta debió haber sido, «¿Qué maestro eres?».
—Soy Tempo, Maestro del Tiempo —se presentó—. Sobre tu mesa descubrirás un cronómetro, actívalo —finalizó.
—¿Con qué fin? —interrogué mientras tomaba la silla.
—Jamás esperes que otros respondan tus incógnitas, procura siempre encontrar tus propias respuestas.
—Entiendo.
—No, no lo entiendes, pero lo harás —su comentario me pareció un tanto arrogante.
—Bien, entonces, enséñame lo que debes enseñarme —exigí, notablemente fastidiado.
—Veo que, al parecer, eres una persona decidida, me gusta tu actitud. Sin embargo, es errónea.
»Cada aprendizaje debe realizarse según su tiempo específico, si lo apresuras, no comprenderás su enseñanza; habrás, simplemente, perdido tiempo en vano.
»Escucha, Martin, ¿Ves esa puerta de ahí? —señaló la misma por la cual ingresé.
—Claro, sorprendentemente aún me funcionan los ojos —respondí con ironía.
—Bien, pues para avanzar a la siguiente sala, sólo debes atravesarla nuevamente.
—¿Y ya? ¿Eso es todo? —estaba confundido.
Con un gesto de su mano indicó que vaya hacia ella. Obedecí.
La puerta parecía ser la misma pero, para mi sorpresa, en lugar de la perilla, había un panel en el que debía ingresar un código numérico para así poder abrirla.
—Entonces, ¿Cuál es la contraseña? —pregunté.
—No lo sé —respondió levantando sus hombros.
—¿Cómo que no sabes? —seguía sin comprender lo que estaba pasando.
—Tendrás que averiguarlo, ¿no te he dicho que no esperes que otros respondan tus preguntas?
»Sin embargo, hablemos primero, tendrás tiempo para encontrar la clave después.
Asentí ligeramente fastidiado, volviendo a sentarme frente a Tempo.
—Dime, Martin. ¿Qué es el tiempo para ti? —cuestionó.
—Supongo… que es eso que transcurre sin pausa en nuestras vidas. Las horas, minutos y segundos, tal vez —respondí.
—Parcialmente correcto. Pero, es mucho más que eso.
»El tiempo no transcurre en nuestra vida, nuestras vidas transcurren gracias al tiempo. El tiempo es, hipotéticamente hablando, el elemento que mueve al mundo, el que lo permite ser lo que es y como es.
»Sin el tiempo, no existiría la vida; pero a su vez, sin la vida, no existiría el tiempo.
»Es nuestro pasado, presente y futuro. Pero a pesar de su poder, el tiempo es noble y bondadoso, nos otorga la posibilidad de elegir que hacer con él y se entristece cada vez que lo desperdiciamos.
»Existe una muy sabia frase de Theophrastus que dice: «El tiempo es la cosa más valiosa que una persona puede gastar».
»Esto, es lógicamente cierto, si sientes amor por la vida, no puedes desperdiciar el tiempo, porque éste es la principal esencia de la misma —concluyó.
Observaba en un silencio de atención. Hizo una breve pausa y continuó:
—Martin, tengo entendido que tienes veinticinco años ¿Cierto? —arqueó las cejas al finalizar la pregunta.
—Sí, maestro —respondí.
—Bien, ahora cuéntame, ¿Qué has aprendido en relación al tiempo durante tu vida?
—No lo sé, jamás pensé en eso.
—Tómate tu tiempo, Martin. Reflexiona —insistió Tempo.
Tras unos segundos de incómodo silencio, en los que no me quitaba la mirada de encima, decidí desahogarme. Al final, ya no había una imagen que proteger, no tenía razones para seguir guardándome aquello que me atormentaba.
—Bien. Me he dado cuenta de que el tiempo pasa veloz en nuestras vidas, veinticinco años y aún no he hecho ni un poco de lo que me gustaría hacer. Pensándolo bien, no he hecho jamás algo productivo en mi vida, aunque lo hubiese intentado cientos de veces, nunca lograba resultados favorables.
»Los días pasaban unos tras otro como frías copias, cada día era igual al anterior, mismas personas, misma rutina, mismos lugares; estaba cansado de vivir las mismas cosas con cada amanecer.
»Pensé que las cosas cambiarían con el pasar del tiempo y, ciertamente, no me equivoqué, realmente cambiaron, pero para mal. Me echaron del trabajo en el que había estado por más de dos años y perdí el rumbo, me la pasaba todo el día en las calles con las personas que creía que eran mis amigos, o simplemente, encerrado en mi habitación, angustiado y sin saber que hacer —comenté.
—Has desperdiciado mucho tiempo Martin. ¿Te gustaría volver a recuperarlo?
—Naturalmente, maestro. Es lo que deseamos todos, ¿no? —afirmé.
—Tal vez. Pero lamento decirte que eso no es posible. El tiempo es como el agua, lo verás escaparse de entre tus manos y no podrás evitarlo. Y así, cada gota derramada ya no podrá recuperarse.
»En la vida tendrás que saber aprovechar cada día, cada hora, minuto y segundo, porque jamás sabrás con certeza cuál podría ser el último —comentó, con una sutil expresión que denotaba angustia.
—Comprendo —respondí de manera casi inaudita.
—Sé que puede resultar difícil de asimilar, pero la verdad no siempre es agradable.
—Entonces, ¿no hay nada más por hacer? ¿He arruinado mi vida?