Cantad alabanzas, recitad loas de gloria al señor Yahveh. Humillaos ante Él y su Santo nombre, porque si no lo hacéis, yo mismo hallaré formas de haceros hincar la rodilla. Aún no conocéis el verdadero sufrimiento de los mártires. Sed buenos, sed sumisos, y seréis recompensados.
San Miguel Arcángel
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Mientras un revuelo inusual se precipitaba sobre el claustro de la Orden Dominica de los Predicadores, en otro punto de la ciudad se hallaba un siniestro joven, sentado en medio de una lóbrega casa. El lugar estaba descuidado y abandonado, era un edificio que se hallaba en litigio desde hacía bastante tiempo, ubicado en la zona de Miraflores de la ciudad de La Paz.
El muchacho vestía con una capa roja, un ancho pantalón negro y una pechera de cuero rojo en el torso. Su cabellera rubia hacía un marco sutil a las duras facciones de su rostro.
Aparentaba estar dormido; nada parecía perturbar la insoportable quietud de la casa ruinosa. Entonces una serie de luces doradas empezaron a brillar entre las tinieblas y las sombras. Bajo la destartalada butaca que sostenía al muchacho, empezaron a delinearse figuras cuyo resplandor hacía evocar al oro fundido. Como imposibles manchas de horror, una serie de tubos ramificados empezaron a surcar el tumbado, convirtiéndose en venas sangrantes de un momento a otro. El piso comenzó a evaporarse, dejando tras de sí una purulenta y húmeda superficie blanca, la misma que parecía ser alguna clase de úlcera floreciente. Las paredes se llenaron de sangre y oro fundido. Bajo la butaca del chico brilló un círculo dominado por letras hebreas y una gran Estrella de David en medio. Entonces, de las luces doradas, un ser alado, con tres pares de alas resplandecientes, apareció. Ostentaba una magnifica armadura dorada, bellamente adornada. En su cabeza había un yelmo y en sus manos, una espada.
—Golab, Golab —evocaba el ser alado, como tratando de despertar al chico que dormía.
—¿No ves que descanso? —murmuró de pronto el muchacho.
—Despierta, tengo que hablar contigo —replicó el Arcángel.
Con una pesadez insólita, el chico abrió los ojos. Sus globos oculares estaban barnizados de una capa de brillo rojizo, el mismo que hacía imaginar las llamas del infierno. En contraste con el ser alado que parecía un ángel de los cielos, el chico de rojo, Golab, parecía un demonio de los más ígneos infiernos.
—San Miguel, el Jefe de los Ejércitos Celestiales. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Golab.
—Los Arcángeles Sidhas están muy enojados, el Concilio del Tetragrámaton ha estado debatiendo y hemos llegado a la conclusión de que has fallado.
—Muy poco me importan sus conclusiones —replicó el rojizo joven, con perversa sorna.
—Sabías la importancia de tu misión.
—En la Junta del Bafometh, cada demonio dio su parecer; cumplí con la voluntad del Bafometh...
—¡Inepto! —lo interrumpió Miguel—. ¿Acaso piensas que los Arcángeles del Tetragrámaton íbamos a aprobar sus acciones? ¡Has dejado a los Centinelas vivir, tonto! ¡Ahora, qué haremos!
—Calma, hermano mío —dijo Golab, su tranquilidad contrastaba con la alarma de Miguel—. Esos arranques de enojo no van contigo. Tanto el Bafometh como el Tetragrámaton únicamente querían cerciorarse que esos niños no fuesen un obstáculo; lo sabes, tú estuviste en la última junta. Y puedo garantizarte que los Centinelas no representan ninguna amenaza para nosotros.
—Resistieron al poder del Dorje, incluso sobrevivieron a las ofensivas mejor planeadas por nuestros sacerdotes... ¡Cómo puedes pensar que no son una amenaza!
—Escucha, Miguel. Solo dos cosas podríamos temer de ellos: o que invoquen El Arco de Artemisa, o que despierten al último lobo, y eso jamás pasará. La portadora está prisionera entre las rosas del dolor, y el lobo está partido en dos; ninguna de sus partes podrá unirse nuevamente. Lycanon está solo en este mundo y el Otro Lobo no se manifestará en esta era, estoy seguro.
—¿Cómo puedes estarlo cuando todos los demás Centinelas han coincidido en Era y lugar?
—La desesperación los ha delatado —dijo Golab, sonriente—. El viejo ciego pretendió ayudar a esos niños; pero luego de estar cerca de ellos, lo entendí. No serán amenaza para nosotros.
—Aún sigues escuchando a Astaroth y Asmodius en lugar de escucharme a mí. Ellos fueron los que te convencieron de todo lo que me dices, pero no me engañas... —dijo el ángel.
—¿Qué insinúas?
—¿Acaso crees que ignoro tus verdaderos sentimientos? —Golab abrió los ojos desmesuradamente—. Dianara, la osa de la Luna, la Diosa Ultravioleta. ¿Eres acaso en verdad inmune a ella, a su poder?
—Soy un macho cabrío, Señor del Foso —dijo Golab—. Todos los miembros del Bafometh son conscientes de mi gran poder, los arcángeles del Tetragrámaton también lo conocen, pero tú pareces ser el único que ignora mi fuerza. Si yo lo deseara, podría acabar con este universo y muchos más con solo cerrar la palma de mi mano izquierda. ¿Y aún así piensas que yo, Golab el Señor del Foso, caería por causa de una miserable mortal? Me subestimas, Miguel. Las mujeres como tales me dan asco...
Miguel se aproximó a Golab y tomó su rostro con delicadeza.
—"Y los hijos de Dios se dieron cuenta que las hijas de los hombres eran hermosas, y tomaron por esposas a las que les gustaron", Génesis, capítulo cinco, versículo dos... —citó el arcángel—. En verdad, Golab, espero que no estés mintiendo. Mas te vale tener controlado a Halyón dentro de ti. Aún nuestro padre te ama, y yo también... —dijo Miguel, se inclinó y besó a Golab en los labios.