El Arco de Artemisa - Segundo Episodio, Los Doce Misterios

5. ¡En el nombre de Kristos!

Aldrick du Ruelant estaba listo para la segunda parte de su viaje. Había salido al amanecer con rumbo a las altas montañas de la cordillera de la Cumbre. A pocos kilómetros de donde se hallaba empezaban los valles bajos de los Yungas paceños. Atrás, siguiendo la carretera hacia el sur, la ciudad empezaba a despertar. La gente salía a realizar sus actividades y los niños ya estaban despiertos, jugando en los patios de sus casas.

El Cruzado suspiró, el frío aire de la cordillera llenaba sus pulmones de calma. Sus recuerdos se hallaban enfocados en un pasado distante y en un monasterio dominico en medio de los valles del Languedoc francés. A pesar de la distancia, aún era capaz de percibir el aire salado del Mar Mediterráneo, el sol del medio día en las costas de Montpellier. Sus ojos, llenos de nostalgia, pretendían mirar un mundo ajeno a los corazones humanos. Las guerras secretas contra los abisales habían templado su espíritu y lo habían convertido en un soldado implacable. Él sabía que las esperanzas de la Iglesia Católica reposaban sobre sus hombros. Ni siquiera el Papa estaba al tanto de la travesía que el Cruzado estaba a punto de realizar. Su Orden, la Orden Dominica de los Hermanos Predicadores, siempre había sido independiente y muy influyente, mostrándose a lo largo de los siglos casi irreverentes ante el poder Papal. La historia cuenta que la intervención del Rey Felipe IV de Francia fue la clave para que la Orden Dominica pudiera fundarse a pesar de la oposición del Papa Bonifacio VII. Las profecías de Santo Domingo habían predicho que uno de los miembros de la Orden habría de cruzar el Atlántico para entrenar a los guerreros que enfrentarían a Satanás. Aldrick había crecido toda su vida a la sombra de aquella profecía y jamás pensó que él sería El elegido.

En los valles franceses, Aldrick había sido criado por grandes maestros de la Sabiduría Hiperbórea, todos descendientes de los Señores de Tharsis. Desde niño fue instruido para dominar el arte del arco y la espada. Sus circuitos espectrales se desarrollaron inmensamente, dotando a Aldrick de fuerzas físicas que habían roto por completo las capacidades de un humano ordinario; del mismo modo, la velocidad de sus movimientos aumentó de forma increíble durante su entrenamiento. Su poder sobrepasaba la imaginación humana, en una escala que solo los Cruzados cátaros podían concebir...; no obstante, todos sus hermanos de entrenamiento murieron durante los cruentos combates contra los abisales de la Ciudad de Dis. Las guerras secretas jamás fueron notadas por los humanos corrientes. Solo los más altos escalones de la Iglesia sabían de aquellos terribles choques. Hordas venidas de abismos subterráneos, del infierno, habían tratado de tomar por asalto a un Vaticano desprevenido y los Cruzados cátaros de la Orden Dominica fueron los únicos que lograron defender la Santa Sede ante tan colosal invasión. Aunque aquello había sucedido en 1990, a Aldrick aún le ardían las heridas causadas por las espadas y garras de aquellos demonios.

—Ave Virgen —oraba—, tú, madre de Kristos; dame las fuerzas para superar este cáliz. Guíame en la luz que ciega y quema. Dame tu oscuridad para ver a través de ella. Santa Virgen, madre de Kristos, bendita seas entre las Diosas y mujeres; santo sea tu signo, el Símbolo del Origen, el Símbolo de HK. ¡Oh, Isis, Atenea, Artemisa, Frya! No abandones a este tu hijo en la guerra que asoma... Venga a mí tu poder y tu amor frío, ahora y en la hora de mi muerte. Amén.

Se persignó Aldrick, desenvainando la espada que cargaba, y clavó la hoja sobre la nieve. El cielo empezó a nublarse ni bien la hoja tocó el suelo. Un rayo estrió los cielos, chocando contra una de las montañas y generando una rugiente avalancha. El Cruzado trazó una cruz en la nieve y alrededor suyo dibujó una estrella de ocho puntas.

—Kristos —murmuró Aldrick—, mi Capitán, mi Señor; llévame con bien a través de la Umbra y déjame trazar tu signo sobre este mundo de locos demonios y ángeles lascivos.

El Cruzado presionó con fuerza la espada, enterrándola aún más en la nieve y la roca.

—¡Ábrete, inmunda dimensión! —gritó con fuerza el Cruzado—. ¡Muéstrame tus mentiras, te lo ordeno en el nombre de Kristos, en nombre de HK!

En ese momento una poderosa ráfaga de viento helado y polvo de diamantes surcó los cielos y descendió sobre el Cruzado. La tierra tembló, los glaciares empezaron a partirse y las rocas comenzaron a aullar como si una explosión las destrozara. Una luz violácea empezó a brillar desde los surcos del dibujo de la cruz y de la estrella de ocho picos, trazada en la nieve.

De súbito la tierra empezó a abrirse bajo los pies de Aldrick. Helados vientos ascendían desde inauditas profundidades. Las ropas del Cruzado se llenaron de cristales de hielo. Su gabardina flameaba a ritmo del viento, cual capa empujada por una furiosa tormenta.

—¡Dame paso, tierra maldita, infierno de los hombres! —ordenó Aldrick con furiosa firmeza—; ¡ábrete ante mi poder, ante el poder del Signo del Origen!

Entonces la tierra se resquebrajó de forma súbita y el Cruzado se perdió en el agujero que apareció bajo sus pies. Decenas de rayos golpearon aquel hoyo y en pocos minutos una avalancha cubrió de nieve todo rastro del mismo. Unos instantes más tarde, todo el fenómeno se estabilizó y no quedó rastro del Cruzado ni de la grieta. Los vientos dejaron de soplar, la nieve dejó de caer, los rayos callaron y la tierra ya no tembló más.

Aldrick había desaparecido.

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.