Era el año 1100 a.C. y Príamo, Rey de Troya, había muerto.
El caballo de madera que trajo la destrucción a su ciudad se erguía victorioso ante sus ruinas incendiadas. Los griegos habían atacado durante la noche y, entre las penumbras y las llamas de sus antorchas, masacraban despiadadamente a los troyanos. Nadie se libraba del acero griego: hombres, mujeres, ancianos y niños...
Agamenón, el rey de Micenas y general del ejército griego, cabalgaba triunfante entre los escombros de la batalla y ya había empezado a tomar el botín de su victoria.
Mientras toda la ciudad se hundía en una orgía de sangre, el príncipe Paris, hijo de Príamo, junto a Briseida, sacerdotisa del Templo de Apolo, abandonaban la ciudad por recovecos y callejuelas. Su única esperanza estaba en encontrar el paso secreto que Héctor, hermano de Paris, le había enseñado. Su paso era lento y cuidadoso, y avanzaban evadiendo a los soldados griegos que corrían de un lado a otro sin saber por dónde empezar su sublime saqueo.
Sin saber cómo ni por qué, la desenfrenada carrera de ambos sobrevivientes se vio detenida ante el imponente Templo de Artemisa. Las enormes columnas blancas estaban tiznadas por el fuego y el humo que se desprendía de la entrada. Varios cadáveres se incendiaban y las estatuas que adornaban la entrada al templo habían sido derrumbadas.
—¿Qué hacemos aquí, Briseida?
—No lo sé, solo sentí que debíamos venir.
—¡Si los griegos nos ven, nos matarán!
—No nos verán. Lo presiento, lo siento en mis venas.
—¿En tus venas?
—Así es. Es algo frío que está en mi sangre.
—¡Qué clase de embrujo te ha hechizado, Briseida, la sacerdotisa de las mejillas sonrosadas!; este templo seguramente ha sido saqueado y seguro no tardarán en regresar.
—Paris, confía en mí: estaremos bien.
Llamada por una voz inaudible, la hermosa Briseida ingresó al Templo de Artemisa junto a Paris. En efecto, éste había sido saqueado. En el piso reposaban los cadáveres de varias sacerdotisas de Artemisa que los griegos habían violado y luego degollado. Como profanadores, los hombres de Agamenón se habían llevado todo el oro y habían degradado la imagen de la Diosa. La piedra tenía varias mutilaciones y sus tres pares de senos habían sido extirpados...
—¡Malditos griegos! —Paris bramó—. Este enemigo es peor que las bestias... Tenemos que salir de aquí, Briseida, los griegos podrían volver.
—Hay algo aquí, lo sé y lo tenemos que encontrar.
Paris y Briseida empezaron a esculcar todos los rincones del templo. Paris se ponía más nervioso cada minuto e insistía incansablemente a la sacerdotisa de Apolo para abandonar aquel templo de muerte. Pero Briseida estaba concentrada: presentía que en ese lugar existía algo que debía ser encontrado.
Una sombra pasó velozmente frente a ellos. Paris desenfundó su espada y avanzó lentamente hacia las penumbras generadas por dos pilares, en dirección por donde vio a la sombra desplazarse. Una figura se movía en aquella oscuridad impenetrable. Cuando estaban a pocos metros de la silueta, esta saltó con una impresionante velocidad y corrió hacia el salón sagrado de la diosa. Paris y Briseida siguieron a la silueta y se encontraron con un templete pequeño cuya existencia parecía ser secreta. Bajo la flama de dos antorchas de oro, la figura que vieron se refugió en un pequeño hueco bajo el altar principal, con forma de media luna. Era una niña de blanca piel, cabellera castaña y ojos citrinos como el ámbar. No tendría más de trece años y por su corta edad no había duda de que se trataba de una de las vírgenes de Artemisa que había sobrevivido. Como las demás chicas, ella también estaba consagrada a la austera vida de las sacerdotisas de la diosa; pero los moretones, el rostro hinchado y la hemorragia entre sus piernas demostraba que su condición virginal había terminado. Los hombres de Agamenón la habían ultrajado incansablemente y luego la habían creído muerta cuando desmayó del dolor.
Entre sus frágiles brazos sostenía un arco.
—No te haremos daño, pequeña —dijo Briseida, acercándose.
La niña se estrechó más contra el muro cuando se vio descubierta.
—Te sacaremos de aquí, pequeña, ¿cuál es tu nombre? —dijo Paris.
—Agorei.
—Agorei —dijo la sacerdotisa de Apolo—; me llaman Briseida y él es el príncipe Paris... No temas
Agorei miró a la pareja y su rostro se inundó de lágrimas.
—¿Eres una sacerdotisa de Apolo? —preguntó la chica a Briseida.
—Lo soy —respondió.
Solo cuando escuchó la respuesta, Agorei se le acercó y, sin soltar el arco, la abrazó.
—Me lo iban a arrebatar, me torturaron, me hicieron cosas horribles pero resistí y logré escapar —empezó a contar la niña—. No puedo dejar que ellos se lo lleven.
—¿Que se lleven qué? —Paris preguntó.
Agorei le echó una breve mirada y luego miró el Arco que sostenía en su diestra.
—El Arco de Artemisa.
Los tres fugitivos abandonaron el templo con sigilo. Briseida cubrió a la chica con uno de los velos del altar y envolvió también el arco. Para tratar de distraer la mente de Agorei, Briseida le pidió que les contara sobre el arco. La niña exhaló un suspiro con profundo pesar y empezó a narrar parte de su tormentosa historia:
—Éramos mis hermanas y yo las custodias del Arco de Artemisa. Es éste un regalo que la mismísima diosa le ha hecho a los hombres hacia inicios de nuestros días bajo el sol de Apolo. Largos siglos atrás, los dos primeros custodios llegaron de tierras lejanas con el Arco de la Diosa en sus brazos. El poderoso arquero Eo y la maga lunar Quel'dorei vinieron a Troya y nos enseñaron las artes secretas del Fuego Frío de Artemisa. Eran pues los dos descendientes de los primeros guardianes nocturnos, los gloriosos Kora y Nivske. Se decía de Nivske que recibió el arco de un Rey antiguo que a los cielos subió, irrumpiendo en el mausoleo de Cronos y se hizo a la faena de matar al Titán, mas aquel Rey murió en combate con los demonios alados de Cronos. Nimrod era el nombre de aquel Rey y su arco fue el arma que Artemisa le concedió para vencer a sus enemigos. Cuando Nimrod cayó, el arco descendió a la tierra y el guardián Nivske lo recogió, llevándolo por los oscuros mares de Poseidón hasta llegar con los Pelasgos. Edades enteras pasaron para que el arco llegase a Troya luego de su larga permanencia con los Minoicos. Desde entonces nosotras, las vírgenes de Artemisa, tenemos el sagrado deber de custodiar el arco mientras en Troya permanezca. Pero ahora que la oscuridad nos ha caído encima, es tiempo de que nuestra reliquia sagrada abandone Troya.