El Arco de Artemisa - Segundo Episodio, Los Doce Misterios

11. Ingreso a la oscuridad...

Tan pronto amaneció, Rowena despertó a sus pupilos y retomó la marcha a través de escarpadas bajadas y cuesta arriba por empinadas pendientes. Mientras avanzaban les contó el relato del Génesis Hiperbóreo, el Primer Misterio de los doce que componen la estrella de doce picos, un dodecagrama rúnico que simbolizaba los doce misterios que la Sabiduría Hiperbórea exige a los postulantes a la Iniciación. El relato había dejado meditabundos a los muchachos que aún trataban de comprender el profundo significado que encerraba la leyenda que Rowena les había relatado. En su interior sabían que el Génesis Hiperbóreo decía más que solo una historia antediluviana. Existía un enigma que afligía las mentes y corazones de cada uno de ellos.

Jhoanna Cuellar Luchnienko había sido nombrada como Debla por los Dioses; sin embargo, la certeza del reconocimiento divino de nada le servía a la hora de enfrentar su muy terrena situación. Al igual que sus hermanos y amigos, no podía dejar de pensar en el cuento de Enlil, Enki, Inana y Yahvé. Algo dentro de ella se había roto y no podía dilucidar el qué.

Sus pasos eran ligeros, cuidadosos. Con 18 años cumplidos, su cuerpo estaba cuidadosamente esculpido por los largos años de práctica de gimnasia rítmica. Su rostro tenía una belleza como solo las mujeres de su casta podían exhibir. Gran parte de la historia de Rusia podía verse reflejada en sus ojos con tonos de Siberia y miel. Su ascendencia eslava hablaba de una raza milenaria. Quizá era esa su hermosura la mayor maldición de las mujeres de su familia, pues siempre lograba perder a los hombres en la más demencial de las pasiones con su sola presencia. Sus ojos acaramelados tenían un profundo dejo de melancolía, le costaba mucho imaginar todo lo que había dejado atrás por seguir la Misión Familiar de sus ancestros. Pero aún más le costaba creer que todo lo que vivió fuese una mentira piadosa de un destino inclemente. Lo único palpable para ella era Oscar, el gran amor de su vida, quien hasta en aquella empresa la acompañaba...

Le decían Joisy de cariño, apodo colocado por su hermana Diana cuando ésta aún no podía hablar bien. No había forma de negar que Jhoanna era maternalista, debido a ello siempre se había sentido vinculada a los niños menores a ella, y viceversa. No era raro que su hermana menor y sus amigos, de la misma edad, vieran en Joisy una figura de protección. Asimismo, Jhoanna no se sentía sola. La presencia de su hermana pequeña y su hermano mayor, Edwin, consolaba sus frustraciones. Mientras el aire se embriagaba jugando con la larga cabellera de Jhoanna, la propia naturaleza abría espacio a los celos y al amor. Ella podía presentirlo.

Ya se aproximaba el medio día y el sendero de piedra lucía más demacrado a cada metro que avanzaban. Jhoanna estaba cansada. Se había enganchado del brazo de Oscar para apoyarse un poco. Él era fuerte por ambos y llevaba a su amada de toda la vida con tesón y coraje.

—Me duelen los pies —murmuró Jhoanna.
—Tranquila, amor, ya descansaremos.
—¿Alguna vez te imaginaste que existieran lugares como este en el mundo?
—Jamás —respondió él—, pero me encanta que existan.
—Lo que Rowena nos habló del Génesis Hiperbóreo es...
Un silencio breve se levantó entre ambos.
—Las leyendas siempre tienen algo de real y algo de fantasía —dijo Oscar—. Yo intuyo que hay mucho de verdad en el relato de Rowena.
—Dijo que es el Primer Misterio de doce. Me pregunto si los once que quedan serán iguales...
—Por alguna razón yo presiento que son aún más espectaculares.

Los ojos de Jhoanna estaban llenos de temor, pero no se trataba de un miedo fóbico, sino de una inquietud por el futuro incierto.

Oscar Valère Higgs Michelle, conocido como Hagal entre los Dioses, era un joven de 21 años, musculoso y deportista. Sus años como ciclista y su culto a la fuerza física habían reforzado su resistencia para las actividades musculares. Solo Edwin podía competir con esa cualidad física. Sin embargo, aquello contrastaba con la inmensa curiosidad científica que Oscar sentía por cuanto le rodeaba: había leído muchos libros de ciencia, antes de abandonar La Paz.

Sus ojos oscuros tenían un verdadero fuego en la mirada. Su rostro entero estaba repleto de gestos firmes, inflamados de energía. Era un joven alegre y bromista, lleno de optimismo. Las proporciones de su cuerpo loaban su linaje, uno de los más antiguos de Francia. Sin duda Oscar era galo de raza en todo el sentido de la palabra, lo era en sus gruesas cejas, en sus fibrosas extremidades, en su piel blanca, en sus labios apretados, en su largo cuello, en su frondosa y clara cabellera, en el abundante vello de su pecho, en su barba punzante. Junto a Rodrigo, su primo, ambos exhibían lo mejor de su familia, un linaje ligado a la historia de Francia en diversas épocas. Esas cualidades, sumadas a la natural galantería que poseía, habían convertido a Oscar en el objeto de la pasión de muchas mujeres de todas las edades.

Jhoanna y Oscar eran también amigos de infancia, pero su relación fue conflictiva a lo largo del tiempo debido a diversos avatares amorosos que involucraron a su hermano mayor. Existió una persona muy amada por los tres: amiga de Joisy, poseída por Oscar y platónica para Edwin. Como un cuarteto de cuerdas mal afinado, los eventos arrastraron a los cuatro adolescentes a una espiral de pasiones y ultrajes a la lealtad hasta que, luego de una serie de peleas sin sentido, la paz regresó a sus vidas. Sin embargo las viejas heridas aún ardían y solo podían dejar de herir si es que ponían todas sus energías en superar el reto que tenían en frente que, de momento, era llegar a la Ciudadela de Erks.

Luego de una mañana entera de caminata por senderos estrechos rodeados de musgo, hierba y una perene humedad, llegaron a un acantilado cuyo fondo estaba dominado por una piscina natural, su procedencia era una gran cascada velada por el susurro de su propio ruido al caer, formada a partir de un río invisible al otro lado del acantilado. La caravana bajó por un costado, siguiendo el milenario sendero que los acompañó desde que partieron del campamento del Escuadrón Inti. Se detuvieron a orillas de la piscina natural, rodeados por un paisaje tropical. Cerca de ellos se levantaba un enorme muro de piedra que era donde concluía el camino. Los muchachos se sentaron bruscamente sobre la hierba, estaban exhaustos. Entre tanto Rowena descargó la leña de uno de los caballos y empezó a realizar extraños preparativos. Edwin la miró de reojo, respirando aún agitadamente por el cansancio de la caminata.




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