El Arco de Artemisa - Segundo Episodio, Los Doce Misterios

19. Bálaham...

No existe mejor carne que la de una niña virgen que está por sangrar por vez primera. La puedes devorar, torturar o penetrar, da igual, es exquisito. Su temor es sublime, la promesa de sacrificio y martirio para la gloria del Altísimo. Dejad a las niñas sufrir y sangrar para que Él, en su grandiosidad, tenga piedad y las consuele mientras las digiere. Todo lo demás, todo lo que no sufra, es asqueroso pues no acepta la piedad del Altísimo.

Bálaham

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Y ahí estaba él, matándose con alcoholes infames en las penumbras de bares de mala muerte. Buscaba en la bebida el abyecto consuelo por todo cuanto había perdido, anestesiar aquella vorágine de ardientes deseos que lo inflamaban por dentro y que parecían el azote constante de sus pasiones bajo su piel sebosa. Quería dejar de recordar, olvidar que su mujer lo había abandonado y que su hija había desaparecido de la faz de la Tierra. ¿Su hija? ¿Acaso no trajo a esa hija al mundo para que sea su perpetua compañía? Claro, para eso la engendró con una mujer cuya fogosa juventud no había sido más que una excusa para el sacro coito de los ebrios inmundos. Pero su hija le salió demasiado hermosa, mucho más que su esposa. Era tan bella y creció tan rápido que él pronto sintió la quemante necesidad de tomarla. Se reprimió tanto como pudo, pero fracasó e hizo lo que quería hacer. Entonces bebía, se perdía en los brazos de Baco y soltaba a sus demonios; es así como tomó por la fuerza el virgo de su hija, ese era su gran secreto.

Sin embargo su hija ya no estaba más con él, ya no podía espiarla en la ducha o al cambiarse de ropa. Ya no podía oler su cuello ni escuchar su voz. Ya no podía acariciar acaloradamente las partes más íntimas de ese cuerpo inmaculado. Ya no podía ser un padre para ella, ya no podría tenerla nunca. Su mujer, o mas bien dicho ex-mujer, le había quitado todo poder sobre su hija. Un día solo abandonó la casa y nunca más apareció. De nada le sirvieron todas las palizas que le había propinado para mostrarle quien era el hombre de la casa. Sus constantes esfuerzos por demostrar su supremacía habían sido vanos y no había nada que lo amargase más que aquello. Necesitaba sentir el poder, saber que hay quienes le temen y aún así le aman, vivir la adulación y la entrega incondicional de sus dependientes a toda costa. Pero ya no podía ejercer ese poder, se lo habían arrebatado. Por eso se mataba bebiendo, para aliviar el dolor de su castrada autoridad.

Bebía, el padre de Rocío se la pasaba días enteros bebiendo. No tenía empleo, no tenía familia, no tenía casa, no tenía nada. Su ex-mujer se lo había quitado todo y lo único que le restaba, la única razón que le impulsaba a seguir respirando, era su deseo de vengarse. Quería destruir, hacer daño a la hembra que lo había humillado. Quería hacer pedazos a aquellos que la habían ayudado a abandonarlo. Quería recuperar el poder sobre su hija y estar nuevamente dentro de ella sin que nadie ose interponerse. Él debía tener el control total, la supremacía, el gobierno irrefutable de sus marxistas deseos, de sus anhelos dictatoriales hacia naciones enteras. Pero en especial a su familia, la que por norma bíblica debería reverenciarle.

Había gastado ya casi todos sus ahorros en bebida barata. Los alcohólicos de los bares de la Garita de Lima lo conocían bastante bien; "allí está el Mario chupando otra vez", decían. Algunos se habían hecho sus amigos y por esa razón no lo habían asaltado a pesar de su fama como trabajador de banco, o más bien de ex-trabajador de banco. Al fin y al cabo ya no había mucho para robarle. Lo había perdido todo cuando su mujer lo dejó.

Mario Salas Ibáñez, el padre de Rocío, estaba borracho. Había llegado poco después del medio día y se había pasado tomando varias jarras de ron adulterado antes de caerse dormido sobre la mesa. La cumbia de chichería resonaba a su alrededor, alguno que otro maleante pasaba por su lado y se reía al verlo. Otros llegaban a las mesas circundantes, se repartían el botín de algún asalto y luego se retiraban. Nadie sentía la menor lástima por el inmundo borracho que, cada tarde, se quedaba dormido en la mesa tres del bar "Corralito" de la Garita de Lima.

Al caer la noche el escándalo de una pelea a cuchillo limpio lo despertó. Dos malandrines se habían peleado durante la repartija de un robo. Uno de ellos le había cortado la cara al otro y el piso había quedado ensangrentado. Mario se levantó con un horrendo dolor de cabeza y abandonó el antro, tambaleándose de un costado al otro. En la calle vomitó un par de ocasiones ante los incisivos regaños de una mujer de pollera que, con infinito asco, vio su mercadería vomitada con los jugos gástricos.

Sin rumbo ni orientación, Mario se internó en callejones cubiertos a la umbría de mafias desdeñadas y putrefactas. A pocos metros de él una colegiala de no más de quince años era violada por dos maleantes que la habían cogido desprevenida. Su mochila con todos sus útiles escolares desperdigados en el suelo, había sido abandonada a pocos metros de Mario. Uno de los violadores la sostenía y tapaba su boca mientras el otro le abría las piernas a horcajadas y seguía un hipnótico ritmo con sus caderas. El borracho, testigo de todo el portal, no pudo evitar tener una erección. Había pasado mucho tiempo desde su última relación sexual.

Sin control de sí, el padre de Rocío metió su mano bajo el pantalón y empezó a masturbarse recordando el cuerpo desnudo de su hija, sus olores, sus sabores, y mientras lo hacía su ira iba aumentando. Se practicó el onanismo con tanta fuerza que pronto comenzó a sentir dolor. Cuando acabó, notó que los maleantes se habían ido y habían dejado a su víctima en el piso, totalmente aterrorizada y con un horrible sangrado en la entrepierna. Mario, borracho, se levantó con toda la intención de ayudarla, pero en lugar de ello se echó a correr, metiéndose en calles todavía más recónditas; pensaba que si la policía llegaba creerían que él era el violador. Tropezó con una piedra en el camino y cayó pesadamente contra una canaleta abandonada en el suelo, cortándose el rostro.




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