AIDEN
Me removí incómodo cuando sentí la luz del sol que entraba por la ventana en mi rostro. Estaba seguro que había cerrado muy bien las persianas.
Con la irritación corriendo por mi cuerpo abrí los ojos dispuesto a levantarme y cerrar la persiana, pero en cuanto me moví sentí como algo a mis pies también lo hizo. Fue entonces que la vi; Amalia. Estaba recostada sobre una almohada a los pies de mi cama, aún estaba sentada en uno de los sillones y estaba seguro que su espalda no le agradecería esa posición más tarde. La irritación desapareció de mi sistema y con sumo cuidado de no despertarla, me incorporé y los recuerdos de la noche anterior llegaron a mi.
Que desastre…
Con eso, era imposible que volviéramos a salir.
¿Por qué querrías que volviera a salir contigo?
¿Por qué YO quería salir de nuevo con ella?
La fiebre me hizo mal y ya me está haciendo pensar puras idioteces.
Con cuidado e intentando hacer el menor ruido posible me levanté y me encaminé hacia la cocina, Me cuestioné varias veces si debería levantarla, pero llegué a la conclusión de no hacerlo, porque de seguro no se volvería a acostar sino querría irse, y por alguna razón no quería que eso pasara. Quería agradecerle su ayuda de alguna forma, y qué mejor que hacerle el desayuno.
No sabía si lo que haría le gustaría, pero recordaba que en algún punto de la cena, Amalia había mencionado que amaba el café, así que me aseguré de hacer uno muy bueno.
El tiempo pasó y escuché ruidos en las escaleras, poco a poco sus pasos se sintieron más cerca hasta que escuché su voz.
—Buenos días.
—Buenos días —sonreí girándome hacía ella, con un plato en la mano y aún revolviendo la sartén con la otra—. Ya casi está listo el desayuno, siéntate —señalé la barra y me gire cuando el aceite comenzó a chispear.
Por alguna razón me volví demasiado consciente de mis movimientos y de su presencia detrás de mí. Algo parecido a los nervios recorrió mi piel cuando sentí sus pasos acercándose hacia mi.
—¿Necesitas ayuda?
Negué y apagué el fogón. Saqué un plato del gabinete frente a mi y serví los huevos en un plato mientras respondía.
—Ya acabé —me giré, pero no había calculado su distancia y quedamos demasiado cerca. Tragué saliva y la esquivé mientras tomaba una taza y luego servía el café. Ella seguía cada uno de mis movimientos mientras tomaba asiento detrás de la barra—. No sabía que te gustaría, así que hice huevos con tocino, panqueques y si no te gusta, hay… avena —ella sonrió divertida.
—Los huevos con tocino estarán bien.
Asentí y le pasé el plato, rodee la barra y tomé asiento junto a ella.
El silencio se hizo presente entre nosotros y solo el ruido de los cubiertos lo llenó, hasta que ella habló.
—La vista desde aquí es hermosa —sin comprender a qué se refería la miré. Ella señaló el gran ventanal a la derecha—. Me imagino que será un gran imán de chicas.
Asentí.
—Si, es hermosa. Aunque, en mi opinión, la vista al amanecer desde la azotea es además de hermosa, mágica —comenté, evitando su última oración.
—Espero algún día poder verla.
Seguramente no fue consciente de haberlo dicho cuando las palabras dejaron su boca, porque de inmediato sus mejillas se tornaron de un color carmesí.
—Yo también lo espero —respondí divertido.
Asintió y bebió de su café en un intento de disimular su vergüenza. Y yo no pude evitar reír cuando su rostro pasó a un rojo intenso al percatarse de que seguía mirándola.
—No es gracioso —hizo un puchero.
Preferí no comentar nada para no empeorar su situación, así que ambos seguimos comiendo en silencio.
Cuando terminamos, a pesar de haber insistido en que alguien más lo haría, se empeñó en recoger y lavar lo que habíamos usado, y claramente no dejaría que lo hiciera sola.
Luego de una mini pelea entre quién lavaría y quien secaría, gané yo. Así que el siguiente panorama fue; Amalia sentada en el mesón, junto a mi, con un trapo esperando a que yo lavara los trastes para secarlos. Algo, que muy poco hacía, al igual que cocinar.
Ya ves lo que causas, Amalia.
A pesar de que había un silencio entre nosotros, este no era incomodo, pero sus palabras no dejaban de rondar mi mente; Me imagino que será un gran imán de chicas.
—Eres la única chica que he traído aquí —comenté sin mirarla.
—¿Eh? —preguntó confundida mientras dejaba un plato recién secado junto a ella.
—Eres la única chica que he traído aquí —repetí y casi vuelvo a hacerlo cuando no comentó nada, pero al mirarla su ceño estaba fruncido.
—¿Vives aquí solo? —asentí— ¿Por qué?
Muy buena pregunta.
Me encogí de hombros.
—Me gusta tener mi privacidad.
—¿No crees que es un penthouse demasiado grande para vivir solo? —no respondí y ella se removió incómoda en su lugar— Lo siento, no es de mi incumbencia, yo…
—Desde hace varios años papá soñó con comprar este lugar —no sabía porque, pero sentía la necesidad de contestar sus preguntas, por más que odiara combinar mi vida personal con la laboral—, era el hogar de sus sueños y siempre aseguraba que sería muy feliz cuando lo tuviera, pero nunca estuvo a la venta. Hasta hace unos años. Cuando lo compró, sólo podía repetir que era el hombre más dichoso del mundo porque por fin tenía todo lo que quería, le hizo algunas remodelaciones y se mudó aquí con mamá —detuve mi labor fregando para mirarla—. Unos meses después de la mudanza, yo regresaba de la universidad y claramente no seguiría viviendo con mis padres, así que papá me lo regaló.
—Pero siempre soñó con tenerlo.
—Y cuando lo tuvo se dió cuenta de que no era lo que realmente quería — frunció el ceño sin entender—. Ese es el problema de perseguir metas creyendo que si las obtienes te darán la felicidad. Cuando las obtienes, entiendes que hay cosas más importantes que te llenarán, que la felicidad no está en una casa o un auto, que en realidad son las personas que amas, tenerlas junto a ti, aún si vives en un pequeño piso, nada importa si estas con quien te da felicidad y te acompaña en la tristeza.