El arte de amarte

Capítulo 3

Mi sabio abuelo, César, siempre ha dicho que las batallas más duras se les dan a las personas más fuertes.

Nunca entendí esas palabras. Aún era un pequeño revoltoso cuando mi querida abuela nos abandonó, no voluntariamente, sino a causa del monstruoso cáncer. Así sin más, simplemente nos dijeron que le quedaban un par de meses de vida y la vimos deteriorarse día tras día, la vimos luchar y la vimos rendirse. ¿Qué clase de batalla es esa, cuando la persona ni siquiera podía luchar por ella misma? 

Mi abuelo no supo lidiar con la triste perdida y nos dejó dos años después. Años en los que aprendí más de él que en mi toda mi corta vida.

Las palabras de mi abuelo siempre fueron inspiración y soporte para mi vida. Cuando no podía terminar la secundaria, recordaba a mis abuelos y me prometía estudiar por ellos. Cuando no podía vender ni un solo cuadro de pintura, no decaía y buscaba otras opciones. Cuando lograba superar los problemas, caía en la cuenta de que no eran tan grandes como pensaba. Que había problemas mucho peor y algunos insuperables. Por esa razón, decidí darle otro sentido a mi existencia en la tierra.

—Hola, Francisco —saluda Anie.

—Buen día —sonrío. Anie resulta ser la enfermera en jefe del piso con sus cortos cincuenta años. Tenía una sonrisa tan maternal que te llenaba el corazón y una fortaleza que también llegaba a tocarte el corazón.

—¿Qué tal las quimio? —cuestiono apoyando mis codos en el mostrador. Ella sonríe de una forma adorable, donde muestra sus marcadas ojeras producto de las noches sin dormir.

Anie padecía de cáncer desde hace ya un año. Sin embargo, ni siquiera una enfermedad como esa le impidió seguir al mando de su amado trabajo. Una fuerza que considero impresionante.

—Allí vamos, una menos y cada vez más cerca de la cura —ella no perdía la fe.

Le sonrío y luego quito una flor de mi enorme ramo para entregárselo. Me sonríe y niega con la cabeza. Me conoce, soy todo un galán.

—¿Vienes a verla? —cuestiona ahora tecleando sin quitar la vista de la pantalla.

Asiento y me impulso para intentar ver la pantalla—. ¿Tiene horas libres?

—En este momento está libre.

Asiento y luego de sonreírle nuevamente, me encamino al cuarto donde sé que se encuentra. En el camino saludo seriamente a las personas que conozco. Mi seriedad únicamente la perdía con las personas a las que no consideraba una pérdida de tiempo hacerlo.

—Hola, ¿vive aquí la princesa Hollie? —pregunto abriendo levemente la puerta, asomando la cabeza.

—¡Francis! —grita emocionada. Sonrío y entro.

Hollie, una adorable criatura de cinco años y otra luchadora contra el cáncer. He visto a Hollie decaer y volver a levantarse, la visto en sus peores momentos y he estado con ella en sus mejores días. Su pronóstico es preocupante, lo que nos impulsa a disfrutarla cada segundo del día.

—Princesa Hollie, está usted muy bella esta mañana —digo con un tono formal.

—Bueno, usted también príncipe Francis —esta niña se gana mi corazón con cada palabra, algo que no es bueno.

El cáncer es una bomba de tiempo que arrasa con todo lo que tiene en frente, destruye, debilita y marchita hasta la flor más fuerte. Hollie es esa flor, nosotros a su alrededor éramos simples mortales que se quejaban de la vida que podían gozar sin una enfermedad detonante de por medio.

—Mira lo que traje para ti —digo sacando el ramo detrás de mí. Sus ojos se iluminan y sonríe. Su padre niega con la cabeza y me saluda con una sonrisa, la cual devuelvo.

—¡Me encantan! —lo sabía, eran margaritas blancas, sus favoritas—. ¿Sabes a quién más podrían gustarle?

—Hollie —dice el padre con un tono de advertencia. Sonrío para que le deje hablar.

—Harían bonita pareja —se excusa y hace un puchero adorable—. ¡Es otra princesa!

—Oh, por Picasso —exagero y ella ríe.

—Es muy bonita y me prometió venir unos días —me regala una sonrisa en la que puedo ver claramente la picardía detrás de esas palabras.

—¿Qué par de días exactamente? —levanto una ceja, ahora seriamente.

Ella sonríe y se encoge de hombros, tomando un par de flores para regalarle una a su madre que entraba a la habitación.

—Buen día, Francisco —saluda con una sonrisa cansada.

—Buen día, Cassie —devuelvo la sonrisa.

—¿Has terminado mi pintura, Francis? —cuestiona con una tierna y suave voz.

Hace cuatro años decidí comenzar a donar dinero al Hospital de niños, pero entregaba un poco más al piso especializado en cáncer ya que allí no sólo hay niños, sino adultos. Resulta que el hospital era reconocido por tener los mejores profesionales y las mejores atenciones en cuanto a dicha enfermedad se hable.

Sin embargo, hace dos años decidí dar la cara para no ser solo un nombre en un cheque y comencé a deambular por los extensos pasillos. A veces me detenía en ciertos lugares y otros simplemente recorría las habitaciones sin detenerme en ninguna en particular. Las paredes eran blancas, aburridas, sin vida e incluso deprimentes. Por eso, ese mismo año contacté a varios de mis compañeros pintores y un par de semanas renovamos todo el piso. Las salas de espera y las habitaciones con simples mariposas o carros de autos, carreteras, flores e incluso frases. Con un poco de color, la vida es mejor.



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En el texto hay: ceo, chicomalo

Editado: 26.08.2018

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