El Arte de la Seducción

Prólogo

Un año atrás…

Toda la familia Flynn se hallaba de luto, en el funeral de Arnold Flynn, el abuelo y único dueño de todas las acciones y fortuna de la empresa familiar, Flynn’s Corporative. Cientos de personas estaban ahí, apiñadas en torno a todos los familiares, dando sus pésames de manera dulce y empalagosa, señal de hipocresía, por supuesto. Nadie lloraba, solo fingían tristeza. El problema de los ricos consistía en que pensaban que el dinero lo era todo, incluso más importante que la vida misma.

Patrick Flynn junto a su hermano gemelo Charles, eran los únicos en enemistad de la familia, es decir, ellos y sus esposas, puesto que al día siguiente el testamento se abriría, y sabrían a quién de ellos les pertenecería la herencia. En el aire se respiraba el desprecio por parte de ambos, disfrazado en una sonrisa maliciosa. No obstante, Barnaby y William Flynn charlaban en la calle mientras fumaban un cigarrillo. Los dos chicos eran hijos de ellos, eran primos hermanos y jamás se llevaron mal y tampoco pensaban pelear una herencia que no les correspondía.

—Es una pena que, a pesar de esta tragedia, nuestros padres estén furiosos y huraños con lo que respecta al testamento, patético, ¿no? —dijo William. Barnaby asintió y un hilillo de humo se deslizó a través de sus fosas nasales, estando de acuerdo—acaba de morir el abuelo, ¿Cómo es posible que tengan cabeza para una posible herencia?

—La verdad es que todos tenemos acciones propias, lo ideal para vivir el resto de nuestras vidas, pero esto, gracias a Dios, no nos concierne a nosotros—acotó Barnaby, encogiéndose de hombros.

De pronto, Adele Flynn, la hermana de Barnaby, hizo acto de presencia. Iba del brazo con un muchacho poco apuesto, los dos de ropa inoportuna para un funeral. Aunque fueron víctimas de miradas desaprobatorias, en especial ella, nadie objetó ni una sola palabra, solo por ser la nieta consentida del difunto empresario.

—El hecho de que nuestro adorado abuelo haya fallecido, no les da derecho de reproducir cáncer pulmonar en su interior o a los presentes—dijo ella y enseguida les arrebató los cigarrillos y los tiró al suelo.

William rodó los ojos y sacudiendo la cabeza en negación, giró sobre sus talones y se metió al velatorio, dejándolos afuera. En cambio, Barnaby se limitó a abrazar a su hermana menor con cariño y a saludar con un gesto en la cabeza a su novio, quién esbozó una sonrisa tímida.

—Puedes ir adentro por café, Paul, con confianza—le ofreció Adele a su novio y este asintió. Los dos hermanos lo observaron alejarse y Barnaby suspiró.

—Te mandé un mensaje diciéndote que vendríamos de negro al funeral, ¿Qué pasó? —inquirió, sabiendo la respuesta. Ella odiaba ese tono.

—Detesto el negro—arrugó la nariz—y no quiero venir vestida así para despedir a mi abuelo. Es intolerante.

—Tienes razón—le acarició el cabello con ternura.

—No quiero que sea mañana, Barn.

—¿Por qué? —se alejó un poco de ella para mirarle el rostro. Adele había comenzado a llorar silenciosamente y se enjuagó las lágrimas con desdén.

—Abrirán el testamento, sabremos la última voluntad del abuelo y no quiero saberlo.

—¿Por qué no quieres? —frunció el ceño. Sus ojos verdes aceituna se mostraron confusos y los de su hermana, que eran idénticos a los suyos, detonaron una tristeza infinita.

—Es el fin de la supuesta armonía de la familia Flynn, Barnaby. Mañana comenzará la peor pelea del mundo.

—¿Te refieres a la repartición de la herencia?

—Sí.

—En todo caso, la pelea será entre papá y el tío Charles, nosotros salimos ilesos de eso—intentó tranquilizarla, aunque en el fondo, él también presentía algo peligroso dentro de esas líneas testamentarias—tú y yo podremos huir a alguna parte lejos, en lo que las aguas se calman.

Habrían continuado charlando un poco más, pero Paul regresó con dos vasos de café.

—Iré a dormir un poco, regresaré en un par de horas—avisó a Adele y ella asintió.

Barnaby se apartó de su hermana y caminó dos calles abajo en dirección a su coche. Era pasada la medianoche y se la había pasado todo el día ahí, desde las seis de la mañana cuando fue llevado su abuelo. Y estaba cansado. Le quitó la alarma a su Camaro escarlata y se deslizó dentro, mirando fijamente el velatorio, donde cientos de coches estaban aparcados ahí, solo por hipocresía. Apretó las mandíbulas y los puños, al ver como las personas demostraban una falsa tristeza, falsas condolencias, con el único fin de recibir algún bono de dinero por la muerte de su abuelo. Irritado, asqueado y fastidiado, le dio un golpe al volante y se miró a través del espejo retrovisor. Sus ojos verdes aceituna, enrojecidos e hinchados le devolvieron la mirada. Por lapsos, se metía a su coche a llorar amargamente para que nadie se diera cuenta de sus lágrimas. Lágrimas auténticas y genuinas, ya que amaba demasiado a su abuelo. Él era el único que había podido mantener el orden en la familia, pero ahora que ya no estaba, temía que todo fuese un desastre.

Al día siguiente, después de la cremación y de poner la urna de su abuelo en la capilla familiar dentro de la mansión de los Flynn, el abogado familiar los citó en su despacho dentro de dos semanas. Y en esos quince días fue de total agonía, al menos para los hermanos Patrick y Charles, quienes no paraban de especular entre siseos con sus respectivas familias. Cuando por fin llegó el día, se reunieron puntualmente en el despacho jurídico a una hora puntual.




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