El Áspid y Lys Noir

Capítulo I - El visitante


30 de diciembre de 1978
 


—Me está diciendo que... —El Áspid miró al príncipe de arriba a abajo—. ¿Su poco control con respecto a su amiguito, es el motivo de su desgracia?

—Le pido seriedad, señor —respondió el hombre de traje de perlado, moviendose en su asiento. 

—Bueno bueno. Voy a ponerme en su lugar, después de todo, no fui yo al que dejaron sedado, desnudo y atado a una columna —continuó deleitándose de la vergüenza de su cliente—. ¿En verdad no recuerda nada después de haber llegado al palacio aquel día? 

El príncipe negó con pesimismo.

—Mmm... ¿Si se da cuenta de que una corona podría no ser su mayor problema en este momento? 

—Cécily no puede quedar embarazada, si es a lo que se refiere. Es una pena, pues siempre comentó que tener una niña estaba entre sus ambiciones. Es más, y aunque me apena confesarlo, es el motivo por el cual me acerqué a ella.

—Dijo que por cinco años, lo recuerdo. —El Áspid sacó,  de su desgastada chaqueta  térmica, los artilugios necesarios para escuchar con más comodidad—. Le dio esperanzas por cinco años. Ah, es usted un maldito, sí señor. —Liberó una sonrisa pendenciera mientras encendía el cigarrillo entre sus dientes.

—¡Fue suficiente! ¡Ni siquiera sabe la historia completa! —El príncipe se levantó de inmediato—. Buscaré a alguien con más profesionalismo.

—Para gritar que la corona fue reemplazada, tendrá que gritar que cometió "actos impuros" en Salón de honores —comentó el Áspid—. También tendría que aceptar que introdujo a una extraña al palacio durante la ausencia de su hermano, y... 

El joven retomó su asiento con un gesto de aflicción. 

—Usted busca discreción, por eso recurrió a mí. ¿Sabe por qué le convengo? Porque, aunque difundiera el rumor, nadie me creería. Solo míreme, ¿creería en alguien que luce como yo?

El príncipe analizó a su interlocutor. Haciendo una mueca de repugnancia al ver su cabello escaso, grasiento; y deteniendo su mirada en los zapatos dispares... Incluso el de la derecha tenía un pequeño agujero por el cual se avisaban los calcetines del sujeto. 

«Sin duda, el dueño idóneo de esta pocilga», pensó el príncipe, escaneando el lugar. Lo habían citado en el sótano subterráneo de un almacén abandonado, en los límites entre los reinos de Libay y Ludonia. Estaba seguro de que el ladrón residía ahí, pues el hedor de un baño improvisado en un rincón era abrumador y un colchón desgastado se encontraba también ahí. 

—N-no...

—Dígalo con confianza. —El Áspid recargó el pie derecho sobre la rodilla contraria.

—Que no, usted parece recién salido de la cárcel o el manicomio.

—Exacto.

—Alguien de pocas luces. Un vividor.

—Sí...

—Un desecho de la sociedad.

—¡Bien, fue suficiente! 

El príncipe enmudeció al escucharlo levantar la voz con terrorífica seriedad.

—Pero tengo mis motivos para creer que puede darle esta información a cualquier otro y...

—Es verdad que cuento con contactos cuyos nombres son suficientes para que sus palabras sean tomadas en cuenta. Sin embargo, la probabilidad de que recurra a ellos es mínima. Verá, solo mis clientes me conocen de cara, y unos pocos saben llegar a mí... No me dejará mentir cuando digo que solo ahora se ha enterado de mi existencia. 

Y no era más que la verdad: el 95% de los casos en los que se había visto involucrado el Áspid, los había buscado por cuenta propia. 

—Usted ahora reconoce a uno de los cazafortunas más buscados, al "soluciona problemas" cuyos actos resuenan más que su nombre o rostro. —Extendió los brazos a los lados—. Usted callará esta información a cambio de que yo calle la suya, es el mismo negocio con todos mis clientes... Como verá, mi empresa ya va a cumplir un lustro. 

El príncipe lo dudó un poco. ¿En verdad cerraría un trato con aquel sujeto de dudosa higiene?

—¿Y...? —insisto el Áspid.

—Bien... —El príncipe extendió el raquítico brazo hacia su interlocutor.

—Es un honor hacer tratos con la realeza Libayesa. —El Áspid le dio un fuerte apretón de manos, atentando en contra de sus frágiles nudillos—. Y, espero no sea demasiada indiscreción, pero me causa curiosidad saber quién lo ayudó a llegar a mí. 

—Flaubert Retruaz. E-es un muy buen amigo, de confianza, jefe de mi escolta de guardias personales. El mismo que me trajo hasta aquí hoy...

—Oh, sí sí, lo recuerdo. Lo ayudé a recuperar los papeles de la herencia de su madre... Como ve, también hago trabajos caritativos.

—¿También?

—Necesito comer, buen príncipe. Pero por ser amigo de un amigo, le cobraré mil de los verdes.  

—¡¿Dólares?!

—Sí, y serán novecientos más por el otro trabajito —añadió con una sonrisa pendenciera. 

—No sé de qué me habla. 

—Del pronto asesinato del rey, por supuesto. 

—¡Muérdase la lengua! ¿Cómo se atreve a soltar tales barbaridades?

—La oveja descarriada comienza a reivindicarse de repente. Tras muchas metidas de pata, la pérdida de esta corona poco relevante sería una raya más en el tigre... No obstante, a usted parece importarle demasiado. —El Áspid se regodeó ante la forzada tranquilidad de su interlocutor—. ¡Pero claro! Si se supiera, su sacrificio al comprometerse con una mujer noble, pudiente y poco agraciada, se volvería nada. Al igual que esos actos de caridad y todos esos millones que supongo ha destinado a la prensa. De otro modo, no entiendo cómo es que de la nada han comenzado a sacar buenas notas sobre usted. 

—J-jamás atentaría contra mi hermano. Y mi prometida es una mujer... distinguida. 

—Distinguida, mas no agraciada. Ni un poco. Ojalá sus hijos se parezcan a los abuelos —añadió en un tonito desiderativo, sazonado con una risilla burlona. 

—¡¿Cómo se atreve?!

—Solo digo la verdad. Que mi condición no lo haga creer que soy ciego o tengo mal gusto, quizá. De corazón, me compadezco de usted, señor. —Se llevó la mano al pecho—. Y de ella, porque con un marido así... Ah, bueno, son sus gustos a fin de cuentas. Ahora, le aconsejo que lo haga antes de que el rey y la futura reina pasen su primera noche juntos. Ya sabe, para evitar el aumento de obstáculos.




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