No recuerdo la última vez que dormí bien.
No porque no quiera —aunque a estas alturas ya no sé si quiero— sino porque el sueño, como todo lo demás, ha empezado a oxidarse dentro de mí. Afuera, el universo se despliega inmenso y silencioso. Adentro, yo me deshago en pedazos más pequeños que las partículas que flotan por esta cabina de control estancada. Varada en medio de la oscuridad del cosmos.
La nave es una tumba sin cuerpo. Y yo, su único fantasma.
Hace cuánto ocurrió el fallo, no lo sé con precisión. El reloj interno del sistema colapsó con el resto del panel central cuando el núcleo de propulsión se sobrecalentó. Fue instantáneo, como si una decisión mayor, cruel y divina, me hubiera arrojado al abismo sin previo aviso. Un chasquido, un estallido leve, apenas una vibración... y luego, el vacío. La misión de reconocimiento al cinturón Ophis Delta se convirtió en un epitafio sin testigos.
Ahora solo quedo yo. Yo, y el eco de mis propios pensamientos, pudriéndose lentamente como fruta encerrada sin aire.
La rutina es la única estructura que no se ha roto. Me levanto —si a eso se le puede llamar levantarse— floto un poco sobre el pasillo principal, me detengo frente a los cristales de observación y trato de no pensar. A veces imagino que la galaxia me observa de vuelta. Que hay ojos invisibles en las manchas oscuras entre cada estrella, que hay bocas cerradas detrás de los cometas.
El cuerpo duele. No por heridas, sino por inactividad, por esa clase de cansancio que no se repara con descanso. Las uniones de mi traje chillan cuando me muevo; el oxígeno es limitado, así que lo uso solo cuando es imprescindible. Mi ropa interior técnica ya no huele a humano, sino a encierro.
Hay veces que hablo conmigo mismo. Otras, grabo registros de voz que luego borro. He llegado a grabarme insultándome, riéndome como un loco, llorando. Nunca los escucho. Me dan miedo. Porque a veces, cuando reviso los archivos, descubro voces que no recuerdo haber grabado. Voces que no suenan exactamente como la mía. Algunas repiten mi nombre. Otras... otras rezan.
No siempre fui así. Fui alguien con un nombre, un hogar, una historia que parecía tener sentido. Mi hija cumplía cinco años cuando me embarcaron en esta misión. Su madre lloraba en la terminal de lanzamiento. Yo trataba de parecer fuerte, como si no llevara un agujero en el pecho. "Es una misión corta", le dije. "Te llamaré pronto." Ahora no sé si siguen ahí. No sé si viven. No sé si el mundo que dejé sigue existiendo. O tan solo es un recuerdo lejano de lo que alguna vez fue. De lo que alguna vez conocí.
Me cuesta recordar sus rostros. A veces me obligo a ver las fotos. Hay tres; una es de ella, mi hija, disfrazada de astronauta; otra de mi mujer, en la playa, con el cabello desordenado por el viento; la tercera es una imagen familiar, los tres abrazados bajo un sol que ya no puedo sentir. Las tengo pegadas al panel, justo encima del módulo de reciclaje de agua. A veces las arranco con rabia. Luego las vuelvo a pegar, arrepentido. No sé cuántas veces he repetido ese ciclo.
No escucho nada allá afuera. Ni un crujido. Ni un rugido estelar. Solo el zumbido eléctrico de la nave funcionando a medias. El radar está muerto. Los sistemas de navegación están inutilizados. El combustible... queda poco. Muy poco. Lo justo para intentar una maniobra. Tal vez ni eso. Pienso en suicidarme más de una vez al día. No es dramatismo, si no una constante.
La muerte se ha convertido en una presencia familiar. Una opción que reposa en cada botón de la cabina. Podría apagar el sistema de soporte vital. Podría abrir una compuerta. Podría inyectarme una dosis letal del suero de emergencia. Pero no lo hago. ¿Por qué? Quizás por miedo. Quizás por orgullo. O quizás porque aún tengo esperanza de salir de aquí.
Una esperanza diminuta, enclenque, inútil. Pero persistente como una infección que no se cura.
Hace unos días, algo cambió. Estaba dormitando, flotando con los ojos cerrados, cuando escuché un sonido. No un crujido. No un fallo técnico.
Una transmisión. Un pulso en la frecuencia auxiliar. Una señal ilegible, rota, como si alguien gritara desde el fondo de un pozo en algún lugar del espacio.
Una voz, casi inaudible. Entre el ruido blanco, juraría que escuché mi propio nombre.
Tardé horas en verificar si era real. Reinicié los sistemas de recepción. Grabé la señal. Analicé su patrón. No provenía de la Tierra. No del sistema solar que conocía. Era... algo más. Algo antiguo.
Las coordenadas apuntaban a una anomalía gravitacional fuera de toda carta estelar conocida. Un planeta no registrado. Sin nombre. Sin historia. Un punto muerto envuelto en polvo cósmico. Mi mente, por primera vez en semanas, se encendió.
Estoy loco, lo sé. O en camino a estarlo. Pero algo en esa señal me llamó. No fue lógica. Fue instinto.
Una llamada. Una promesa. Una trampa.
Sé que puede matarme. Sé que no hay regreso. Pero también sé que quedarme aquí es una forma más lenta de morir.
Así que... decidí hacerlo.
Voy a gastar el último combustible que me queda en una única maniobra de impulso orbital. Usaré la fuerza gravitacional de una luna cercana para redirigirme. Calculo que será un descenso forzoso. El aterrizaje es improbable. Pero no imposible.