Fue el silencio lo que me empujó.
No hay hambre. No hay miedo. No hay soledad —aunque todas esas cosas ya vivían dentro de mí como parásitos domesticados—. Fue el silencio. Esa presencia sin cuerpo que había comenzado a llenar los huecos entre mis pensamientos. El silencio de saber que ya no había nadie allá afuera. Ni una respuesta. Ni una posibilidad. Solo el eco de un universo indiferente.
Y, sin embargo, lo intenté.
Tal vez por rabia. Tal vez por los recuerdos fugaces. Tal vez por esa voz que aún me susurraba desde un rincón de la mente donde quedaban fragmentos del hombre que alguna vez fui. Aquella versión que usaba palabras, que sabía su nombre, que creía en trayectorias orbitales y en señales de radio, que ansiaba volver con su familia, que soñaba con besar a su esposa y abrazar a su hija.
Tal vez fue algo de eso, o quizás otra cosa que desconozco, lo que me impulsó a hacerlo.
Me tomó días, tal vez semanas, excavar lo suficiente para liberar parte del fuselaje hundido de la nave espacial. Mi cuerpo ya no protestaba como antes. Las articulaciones crujían sin dolor. La piel se abría y se cerraba con una facilidad alarmante. No sangraba igual. No temblaba igual. El sudor ya no era sudor, era una secreción espesa, densa, que olía a hierro viejo.
Luego de tanto escavar encontré lo que necesitaba. Paneles solares rotos, cables aún funcionales, piezas del transmisor original. Restos de un pasado donde enviar una señal tenía sentido. Donde el espacio era un nuevo horizonte que explorar, y no una tumba.
No sabía si la atmósfera del planeta interferiría. No sabía si el alcance sería suficiente. No sabía si el idioma que aún conservaba bastaría para decir lo que tenía que decir.
Pero lo construí. Con manos que ya no eran mías. Con herramientas improvisadas. Con huesos y metal. Con tendones y tornillos. Con dolor. Con furia.
Monté el artefacto sobre el obelisco, donde alguna vez había existido el transmisor que envió la señal que me trajo aquí en un inicio. Lo aseguré con placas corroídas. Utilice el núcleo térmico del traje para alimentar el circuito.
Me llevó bastante tiempo y esfuerzo construirlo, no sé con exactitud cuánto, solo sé que había dejado de lado mi rutina habitual. Ya no comía, ya no dormía, solo me centraba en construir el transmisor. Finalmente, cuando estuvo listo lo encendí, y para mí sorpresa... funcionó.
La luz parpadeó. El pitido era débil, pero reconocible. Era capaz de enviar una señal.
Mi corazón —o lo que queda de él— dio un vuelco que casi me arrojó al suelo. Me arrodillé frente al transmisor como un monje frente a un altar. Y por primera vez en lo que parecía una eternidad, hablé.
La voz no era mía. Era áspera. Férrea. Como el roce de piedras bajo agua densa. Pero salieron algunos sonidos que podrían interpretarse como palabras... no lo sé... pero era lo que quería pensar en ese momento.
La frase sonó hueca. Desarticulada. Como si intentara reconstruir una plegaria en una lengua olvidada. Repetí el mensaje varias veces. Cambiando el orden. Vociferando lo poco que aún sabía pronunciar, y lo envié, una y otra vez.
Pulso tras pulso. Fragmento tras fragmento. Cada transmisión llevaba consigo un trozo de mí que era lanzado al abismo del espacio.
Luego esperé. Me quedé allí, frente al transmisor. El tiempo no pasó. Se arrastró, como una serpiente ciega. Como un gusano sin boca. El hambre desapareció. El transmisor se volvió un rito. La vigilia una condena. Las palabras... simple polvo estelar.
La voz se fue rompiendo poco a poco, hasta que solo murmuraba. Como un animal cansado. Como una sombra andante.
Cada día iba al obelisco. Cada día activaba el pulsador. Cada día decía algo. Y cada noche... no pasaba nada.
Siempre era igual, pero no podía dejar de hacerlo. Era como respirar. Cada mañana me arrastraba hasta el obelisco, encendía el transmisor, murmuraba algo, y enviaba la señal. A veces solo un sonido. A veces una palabra rota. A veces un lamento. El cuerpo no protestaba. La mente sí. O lo que quedaba de ella.
Había momentos en que el entorno se deshacía frente a mis ojos. Las piedras vibraban. Las sombras se movían como si tuvieran voluntad. Una vez creí ver un rostro en el cielo. Otro día, el transmisor me habló con mi propia voz... o eso pensé. Tal vez solo era un eco que mi cerebro fabricaba como anestesia, en un intento por calmar la angustia que sentía cada vez que regresaba a casa sin obtener respuesta.
Lo que decía ya no era un idioma. No tenía estructura. Solo fonemas en solitario. Rugidos leves. Respiraciones quebradas. Mis cuerdas vocales ya no sabían articular palabras. A veces me golpeaba el pecho mientras hablaba, como si el cuerpo pudiera ayudar a extraer sentido de lo que la garganta ya no podía expresar.
Los mensajes se convirtieron en gritos. Luego en chillidos. Luego en silencio. Y aun así... seguía enviándolos.
La desesperación me llevó a pensar en morir muchas veces. Pero nunca me atreví a hacerlo. El altar parecía un lugar adecuado. Un sitio antiguo y sagrado.
Me tumbaba en él durante horas con una piedra afilada en las manos, presionando contra las venas del cuello o el vientre. Nunca lo suficiente para abrirlas. Siempre esperando un momento. Una señal. Una salvación. Pero nunca llegaba.
Otras veces me arrastraba hacia los pasajes profundos y gritaba, provocando a las criaturas que se deslizaban en la oscuridad. Las retaba. Quería que vinieran. Que me destrozaran. Que terminaran lo que este planeta había comenzado.
Pero ninguna lo hacía. Me temían. Lo supe, pero no por su comportamiento, sino porque lo sentía en el aire. En el modo en que la piedra susurraba cuando pasaban cerca. Yo ya no era una presa, sino un depredador. Me había vuelto parte del lugar. Era como una columna más. Como otro eco distante. Cómo uno de ellos.
Morir no era una opción, porque ya estaba muerto. Solo quedaba un cascarón vacío.