Él

CAPÍTULO 2: EL MUCHACHO BAJO Y EL MUCHACHO ALTO

Estaban todo el tiempo con Lucía. A veces me resultaba agotador. Era como si llevara encima una sombra constante, una figura latente que me recordaba a cada segundo que tenía la responsabilidad de ella, de su bienestar, de su futuro… Uff. A veces me abrumaba tanto que todo mi cuerpo se tensaba, listo para correr sin rumbo, como si de alguna manera pudiera escapar de la carga que se me había impuesto. Hasta hace poco, solo era yo. Yo y mi silencio. Yo y mis decisiones. Yo y mi mundo desordenado pero solo mío. Y eso… eso había cambiado.

Mientras conducía por la carretera serpenteante que me llevaba al pueblo, los pensamientos iban y venían como un torbellino imparable. Cada uno de ellos pesaba como una piedra sobre mi pecho. Finalmente, detuve el coche en el borde del camino. El motor quedó en silencio, pero mi mente no. Los pensamientos seguían ahí, gritando, empujándose entre ellos, sin dejarme respirar. Inspiré profundamente, tratando de recuperar el control, y volví mi mirada hacia el pueblo que se extendía frente a mí, envuelto en un aire casi fantasmal.

El pueblo tenía una atmósfera melancólica. Las calles empedradas, las farolas de hierro forjado con su luz débil y anaranjada, las casas antiguas con techos inclinados que parecían encorvarse con el peso de los años… todo daba la impresión de haber sido arrancado de otra época, una que ya nadie recordaba con claridad. Aunque el clima era templado, siempre me parecía más frío de lo que debería ser. Tal vez era la humedad que se colaba en los huesos, o quizás era la sensación de que cada rincón del lugar guardaba secretos que nadie quería contar. Como si el mismo aire supiera historias prohibidas. Como si los muros susurraran advertencias en voz baja, pero nadie tuviera el valor de escucharlas.

Caminé hasta el centro del pueblo y me refugié en una cafetería que, a pesar de su fachada desvencijada, tenía un interior cálido y acogedor. Fue allí donde los conocí. Iván y Gabriel. Dos jóvenes que, sin saberlo, cambiarían mi estancia en este lugar.

Iván fue el primero en presentarse. Era de baja estatura, pero su cuerpo era fuerte, definido. No parecía alguien fácil de derribar. Tenía la barbilla marcada y unos ojos oscuros que hablaban incluso cuando él no decía nada. Su cabello desordenado caía sin preocupación sobre su frente, y aunque sus palabras fueron breves y su tono algo frío, hubo una calidez apenas perceptible en su forma de mirar, como si bajo esa coraza de dureza habitara alguien que había aprendido a protegerse antes que a confiar. Me dijo su nombre con un leve asentimiento de cabeza. “Iván”, sin más. Pero en su mirada había una advertencia muda, una especie de juicio silencioso que me hizo sentir observada en lo más profundo.

Gabriel, en cambio, era todo lo contrario. Alto, de hombros anchos, con una complexión delgada pero firme. Su postura irradiaba seguridad y su sonrisa era tan encantadora que parecía ensayada. Se presentó de inmediato, con una energía que contrastaba con el ambiente sombrío del lugar. “Gabriel”, dijo, y al darme la mano, sentí un frío inexplicable, uno que no solo me recorrió la piel, sino que pareció instalarse en mi mente, enturbiando mis pensamientos. Fue solo un segundo, porque casi de inmediato, Iván retiró su mano con un gesto brusco. Apenas murmuró algo, pero yo sabía leer los labios.

—La incomodas. Déjala tomar aire —le dijo en un tono grave, bajo, casi imperceptible.

Me sorprendió la intensidad con la que lo dijo, pero al mismo tiempo sentí que estaba protegiéndome de algo que no alcanzaba a entender del todo. Tal vez era su instinto, tal vez era el reflejo de su propio pasado. Tal vez fue porque vio en mí la misma cara que él había llevado alguna vez… la de alguien que quiere huir y no volver jamás.

Gabriel pareció ignorar la advertencia. Siguió hablando con entusiasmo, haciéndome preguntas sobre mi vida, mi llegada al pueblo, mis impresiones del lugar. Había algo en su mirada que me hacía sentir incómoda y cómoda al mismo tiempo. Como si su interés fuera real… o demasiado bien ensayado. Cada palabra que salía de su boca parecía calculada, como si midiera el efecto que tendría antes de decirla. En cambio, Iván se mantuvo mayormente en silencio. Me observaba con una expresión analítica, evaluando cada una de mis reacciones. No era hostil, pero tampoco se esforzaba en parecer amable. Solo estaba ahí, como si esperara algo, o como si supiera algo que yo todavía no comprendía.

Con el paso de los minutos, empecé a notar la extraña dinámica entre ellos. Gabriel llenaba el espacio con palabras, siempre con una respuesta ingeniosa, con una broma lista para cortar la tensión. Iván, por su parte, parecía medir cada gesto de su compañero, como si dudara de cada intención detrás de sus sonrisas. Cuando Gabriel hablaba, Iván entrecerraba los ojos levemente, como si intentara descifrar un enigma oculto detrás de cada frase.

Entonces la conversación giró hacia la casa donde estaba viviendo. El ambiente cambió de inmediato. Gabriel mantuvo su interés, pero Iván endureció el rostro. Apretó la mandíbula, sus ojos se perdieron por un instante en un punto invisible más allá de la ventana, como si algo oscuro emergiera de su memoria. Su expresión estaba cargada de melancolía, frustración e impotencia. Una mezcla tan fuerte que me estremeció. Por un momento, sentí que su dolor era mío, como si una marea invisible me arrastrara hacia las profundidades de lo que él no decía.

—No es un buen lugar —dijo finalmente, en un tono seco, mirando hacia el ventanal donde comenzaban a formarse gotas de lluvia.

Afuera, un aguacero repentino azotaba las calles. La lluvia golpeaba con fuerza los techos de tejas viejas, y el viento silbaba como un presagio. En mi mente, pude imaginar la casa en ese momento: las ventanas temblando, las goteras, el crujir de la madera envejecida… y una presencia invisible que se ocultaba entre las sombras.

Un escalofrío recorrió mi espalda. No fue por las palabras de Iván, sino por cómo las dijo. No hubo explicación, no hubo advertencia clara. Solo una frase cargada de algo que no entendía. Luego, sin más, se levantó de la mesa. Murmuró que tenía cosas que hacer y se marchó, sin despedirse, pero no sin antes lanzarme una última mirada. Era intensa, profunda, llena de algo que no supe descifrar. Como si intentara decirme algo que no se podía poner en palabras.



#818 en Thriller
#400 en Misterio
#307 en Suspenso

En el texto hay: misterio, suspeno

Editado: 20.04.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.