CAPÍTULO 3: LA SENSACIÓN DE SER OBSERVADA
Después del enigmático encuentro en la cafetería, regresé a casa con una mezcla de emociones difícil de descifrar. El viento había arreciado, trayendo consigo una llovizna persistente que calaba hasta los huesos, y mientras caminaba por las calles solitarias con una bolsa en cada mano —rebosantes de cruasanes, panes de queso, helados de vainilla y chocolate, bombones, tabletas y, por alguna razón inexplicable, aún más pan— me sentía como un esposo arrepentido que vuelve a casa tarde, esperando que su silenciosa ofrenda dulce aplacara cualquier reproche.
Suspiré profundamente mientras la antigua casona se alzaba frente a mí, con su tejado cubierto de musgo y las ventanas empañadas por el frío. Rogaba internamente que la casa no se hubiera derrumbado con la lluvia, que Lucía estuviera bien, y que ese ambiente extraño no se hubiera intensificado. Pero sobre todo… deseaba que esa inquietud punzante que llevaba en el pecho se disipara.
Tal vez estaba siendo demasiado perceptiva. Siempre lo había sido. Era una cualidad que me había salvado en más de una ocasión, aunque también me había hecho sentir el peso del mundo con más fuerza. Aquello que había sucedido con Iván y la forma en la que Gabriel me observó no salían de mi mente. Se habían quedado allí, como una sombra con forma, pegajosa y persistente, que no se dejaba disipar.
Al cruzar el umbral, empapada y tiritando, un olor cálido a velas, madera mojada y lavanda me dio la bienvenida. Dejé caer las bolsas sobre una mesita y me detuve. El aire estaba diferente. No era solo una impresión: lo sabía, lo sentía. Era como si cada rincón de la casa se hubiera transformado en mi ausencia. Las paredes, antes frías, ahora parecían más acogedoras. Los muebles habían cambiado de lugar. Y aunque era un cambio sutil, noté que Lucía, contra todo pronóstico, había logrado convertir el lugar en algo más parecido a un hogar.
Sin embargo, esa sensación reconfortante duró apenas unos segundos. Había algo más. Una tensión invisible flotaba en el aire, como si el silencio ocultara un susurro contenido. Varias puertas, que normalmente permanecían entreabiertas, ahora estaban cerradas… bajo llave.
Mis pasos resonaban con eco sobre la madera del suelo mientras me adentraba por el recibidor. El crujido del piso se mezclaba con el goteo intermitente de la lluvia en el alfeizar. La casa, con sus dos pisos y largos pasillos, me recordó a la mansión de Coraline. Sonreí por un momento. Hacía años que no veía esa película. La última vez fue con mamá, y recuerdo cómo salió escandalizada de la habitación diciendo que una película animada no tenía derecho a ser tan terrorífica.
—Lucía —llamé, mi voz reverberando por los pasillos.
No hubo respuesta.
Y fue entonces que lo sentí.
No era solo la arquitectura, no era el recuerdo de una película, ni siquiera la melancolía por mamá. Era algo más… algo vivo. La sensación de ser observada me envolvió de golpe, como si los ojos de la casa se abrieran de pronto, atentos, vigilantes. Tragué saliva. Aquel sentimiento era espeso, como una niebla emocional que se colaba por cada grieta.
Mis ojos comenzaron a moverse rápido, escaneando el entorno. No había nada, y sin embargo, cada fibra de mi cuerpo me decía lo contrario. Al acercarme a la sala, me detuve frente a un viejo espejo cubierto de polvo. Por reflejo, pasé mi mano por el vidrio para limpiarlo, y justo entonces, vi algo.
Una figura.
Detrás de mí.
Inmóvil. Observando.
Me giré de inmediato.
Nada.
El corazón se me aceleró, y un escalofrío me recorrió la espalda desde la nuca hasta los tobillos. Intenté razonar. Tal vez era el reflejo de algo en la ventana… ¿o dentro de mí?
Tomando aire con fuerza, dejé las compras en el mueble más cercano y subí las escaleras. Si había alguien en la casa, tenía que saberlo. Revisé habitación por habitación, tratando de que el miedo no me paralizara. Abría puertas de golpe, encendía luces, miraba debajo de las camas, dentro de los clósets… Nada.
Y mientras más buscaba, más me recriminaba.
—Gran idea, Elena. Si hay un intruso, le estás haciendo todo fácil… una casa casi sola y tú buscando sin ningún arma. Brillante. —Murmuré con ironía.
Al bajar las escaleras con el ceño fruncido, la encontré.
Lucía estaba sentada en el sofá del comedor, temblando ligeramente. Su rostro estaba pálido y sus ojos, por primera vez en mucho tiempo, estaban empañados. Sin decir nada, tomé su mano. Estaba fría.
—¿Hay alguien en la casa? —preguntó ella, bajito, como si tuviera miedo de ser escuchada por una presencia invisible.
—También lo he sentido —respondí, intentando sonar más tranquila de lo que me sentía.
Lucía tragó saliva.
—Cuando no estabas, todo estaba bien… organicé todo, arreglé la sala, lavé algunas cortinas… incluso funcionaban las luces sin parpadear. Era como si la casa quisiera ser bonita otra vez —explicó, nerviosa—. Pero cuando escuché un auto llegar, bajé a poner la mesa. Pensé que eras tú.
Se quedó en silencio unos segundos. Luego bajó la voz a un susurro.
—Pero tú no llegaste. Y entonces escuché que alguien me llamaba desde arriba… con tu voz. Subí, pensando que habías entrado sin que me diera cuenta, pero… el pasillo estaba vacío. Solo escuchaba los crujidos.
Comenzó a llorar, bajito. Yo la abracé con fuerza.
Las palabras de Iván y la mirada enigmática de Gabriel se colaron de nuevo en mi mente. ¿Estaban conectados? No lo sabíamos, pero la incertidumbre comenzaba a hacer mella en ambas.
Esa noche, recorrimos toda la casa juntas, linterna en mano. No encontramos nada ni a nadie. Si había algo, se había escondido bien… o se había ido. Pero el silencio que siguió fue aún más perturbador.
Nos acostamos juntas en la habitación de Lucía, como cuando éramos niñas y los truenos nos hacían correr bajo las cobijas. Le acaricié el cabello hasta que se quedó dormida, y aunque intentaba ser fuerte por ella, mi mente no me dejó en paz.