Él

CAPÍTULO 4: EL GRITO DE MI INTERIOR

Nunca olvidaré la sensación que me embargó aquella noche. Desde entonces, no había vuelto a ocurrir nada realmente extraño... o al menos, nada que pudiera probarse con certeza. Aun así, había sonidos que no lograba explicar: susurros velados que se colaban entre los muros antiguos, crujidos que parecían pasos, ecos que se arrastraban por la casa cuando todo debería estar en silencio. Había pasado una semana entera sumergida en la búsqueda de información, devorando archivos antiguos, preguntando en los lugares menos recomendables, revisando documentos olvidados entre estanterías empolvadas. Y aunque el misterio me tenía al borde del agotamiento mental, para Lucía todo parecía más llevadero.

Mi hermana se había adaptado con facilidad. Se había hecho amiga de las pocas adolescentes del pueblo —apenas un grupo reducido pero unido—, y eso, de alguna forma, me dio alivio. Ella ingresaría a su último año de colegio de forma provisional, mientras yo trabajaba a distancia sin descanso, con la presión constante de sostenernos a ambas.

Aunque sonara cruel, me reconfortaba saber que no tendría que pagar arriendo, ni llorar frente al estado miserable de mi cuenta bancaria cada fin de mes, cuando las necesidades interminables de Lucía me dejaban con el alma vacía y los bolsillos aún más. La amaba. Era mi hermana. Pero desde que el abuelo falleció, toda ayuda financiera desapareció, dejándome como única responsable de todo. Por eso estábamos aquí, en este rincón olvidado, en una casa construida por nuestros ancestros generaciones atrás: una imponente residencia colonial con secretos tan antiguos como sus cimientos.

Y, a pesar de intentar convencerme de que las sombras que susurraban, los reflejos inusuales en los espejos polvorientos, y la opresiva sensación de ser observada no eran más que imaginaciones mías... no podía seguir mintiéndome. Cada vez que trabajaba desde el escritorio del estudio, sentía cómo una presión invisible se apoyaba sobre mis hombros, como si algo —o alguien— estuviera inclinado justo detrás de mí, observando cada letra que tecleaba.

Ya no podía negarlo: algo oscuro habitaba esta casa.

Aquella noche, después de finalizar un informe, subí a mi habitación. Me dejé caer sobre la cama con un suspiro largo, tratando de ignorar el nudo que se formaba en mi estómago. Pero el silencio... ese silencio denso y opresivo, se sentía como una amenaza agazapada en cada esquina. Las advertencias de Iván en la cafetería resonaban como un eco lejano en mi memoria. No lo había vuelto a ver desde aquella conversación, y aunque su actitud fría me inquietaba, había algo en él que... no sabría explicar. Algo que me atraía tanto como me repelía.

Intenté dormir, pero fue inútil.

Cada sonido, cada crujido, me mantenía alerta. La brisa que se colaba por la ventana se transformaba en un murmullo que parecía pronunciar palabras en un idioma olvidado. Con el corazón latiendo desbocado, decidí levantarme. No podía seguir en esa cama, sintiendo cómo la ansiedad me asfixiaba. Tenía que enfrentar la casa... mis miedos... lo que fuera que habitara con nosotras.

Caminé por el pasillo oscuro, descalza, dejando que el frío de las baldosas recorriera mis pies. Cada paso se sentía como un susurro compartido entre la casa y yo. La madera crujía bajo mi peso como si la estructura entera respirara, viva, consciente de mi presencia.

Me detuve frente al espejo antiguo del salón. Era un marco enorme de madera tallada, cubierto de polvo y pequeñas grietas, pero aún lo suficientemente nítido como para mostrar el reflejo de la escalera principal. Observé el vidrio por unos segundos, y ahí fue cuando lo vi.

Una figura. En los escalones.

Alta. Silenciosa. Sombra.

Contuve la respiración y me giré en un espasmo de puro pánico. Nada. Solo vacío.

El pánico me paralizó por un instante. ¿Había sido real? ¿Estaba perdiendo la cabeza?

—¿Estoy... perdiendo la cabeza? —susurré con voz temblorosa, como si decirlo en voz alta pudiera quitarle peso a la pregunta.

El eco de mis propias palabras fue lo único que respondió.

Recordé la mirada de Lucía esa noche en que también escuchó los pasos. El miedo que intentó ocultar, la duda que se dibujó en sus ojos. No era solo yo. Ella también lo había sentido. Algo nos acechaba. Y yo... yo necesitaba respuestas.

Regresé a mi habitación y me senté al borde de la cama. Me sostuve la cabeza entre las manos, intentando recordar el sueño que me había atormentado noches atrás. Fue tan vívido, tan intenso, que me costaba llamarlo “sueño”. En él, había una máscara blanca. Inexpresiva. Inhumana. Sus ojos eran dos abismos sin fondo que me analizaban, desnudaban mi alma, buscando secretos que ni yo sabía que escondía.

Sentí un escalofrío recorrerme. Esa imagen... ese rostro sin rostro... estaba incrustado en mi mente. No era normal. No era casualidad. No podía seguir ignorándolo.

Con los primeros destellos del alba filtrándose por las cortinas, sentí que una parte de mí ya no podía dar marcha atrás. El grito en mi interior ya no podía ser silenciado. Era hora de aceptar que no estábamos solas. Que aquella figura... esa presencia que no se dejaba ver pero se sentía en cada rincón, tenía un motivo para estar aquí.

La pregunta era: ¿quién era esa persona? ¿Qué hacía en esta casa, nuestra casa? ¿Cómo había entrado, y por qué?

Mi mente bullía de interrogantes. Pero algo era seguro.

No se trataba solo de fantasmas. Se trataba de una verdad enterrada... y estaba empezando a emerger.



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En el texto hay: misterio, suspeno

Editado: 20.04.2025

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