Esa noche, después de terminar el trabajo de digitación tecnológica que necesitaba mi jefe, por fin podría tomarme unos días. Y esos eran los que usaría para investigar más a profundidad lo hallado en la casa. Aunque ya habían pasado semanas desde el suceso, y desde que vi aquel mensaje escrito, algo me empujaba a seguir. Lo confirmé cuando encontré otra carta, una que me hizo pensar que Cecilia no era tan buena ni angelical como la había descrito el señor aquel día.
Con un suspiro lleno de incertidumbre, volví a leer la carta que había encontrado entre los matorrales la última vez que me aventuré a limpiarlos:
Para Cecilia:
Te he querido como nunca lo he imaginado. He aceptado cada rabieta que dabas, cada engaño que causabas. Me limité a mí mismo a alejarme de más personas por ti. Dios, Cecilia, te quiero y sabes que no te dejaré. Te metiste en mi piel. Me dijiste que aguantara todo, que serías esa persona que estaría conmigo, que me amabas… ¿Por qué dices esto?
¿Acaso hay alguien más?
Atte: tuyo.
Al terminar de leer, un escalofrío recorrió mi espalda. La tensión se volvía insoportable y decidí que era momento de prepararme. Tomé una lámpara con manos temblorosas y, con el corazón a mil, bajé lentamente al pasillo. La madera crujía bajo mis pies, como si la casa intentara advertirme que no siguiera. Dios… cómo me gustaría que Luci estuviera conmigo.
Mientras avanzaba, noté que el aire se había vuelto más frío, casi denso, como si la oscuridad se espesara a mi alrededor. En la penumbra del segundo piso, distinguí una figura que se movía de forma sigilosa. Una sombra que se deslizaba por el pasillo como si no tocara el suelo. No tenía duda: era él… el intruso que nos había estado atormentando todo este tiempo.
Me detuve, apretando la lámpara con fuerza, decidida a encender las luces. Pero el interruptor no funcionaba, por más que insistía. Solo la bombilla del segundo piso, la que venía de donde él estaba, permanecía encendida. Todo el primer piso estaba en completa oscuridad. La figura se acercaba lentamente a la puerta y un miedo primitivo me invadió. ¿Y si no venía a asustarnos… sino a matarnos?
Apagué la lámpara, deseando pasar desapercibida en la sombra. Me acerqué hasta una ventana del pasillo. A través del vidrio empañado, pude ver la silueta: un hombre, cuya presencia parecía desdibujarse con la oscuridad, pero que se hacía más real con cada segundo. En su mano derecha, algo brillaba: parecía un utensilio de cocina, un objeto tan común que resultaba inquietante. Pero lo que más me estremeció fue su rostro… oculto por la misma máscara que aparecía en los folletos de advertencia del pueblo.
—¡Detente! —logré decir, con una voz temblorosa pero firme.
Mis palabras se perdieron en el silencio, pero él se detuvo. Por un instante, parecía que lo había perturbado. Entonces, con la otra mano, sacó un cuchillo… uno grande, tan filoso que me heló la piel al verlo reflejar la luz.
El terror me paralizó. Intenté cerrar la ventana, que ahora se sentía como una entrada directa a la pesadilla, pero mis manos sudaban y no respondían. Fue entonces que, desde el extremo del pasillo, escuché pasos apresurados. Iván… el chico bajito que había conocido en la cafetería… apareció de repente, como si el miedo lo hubiese traído.
Sin decir una palabra, corrió hacia mí y se colocó a mi lado para ayudarme a cerrar la ventana.
—¡Rápido, no lo dejes entrar! —grité, sintiendo el pánico apoderarse de cada fibra de mi cuerpo.
El cuchillo afuera seguía alzado… esa figura se había convertido en mi peor pesadilla.
Iván cerró la ventana con fuerza. En ese instante, el intruso retrocedió apenas, como si la luz y nuestra determinación hubiesen detenido su avance. Durante un segundo, vi su rostro tras la máscara: una mezcla de desdén, furia… y algo más. Algo que no sabía cómo describir. Luego, desapareció en la oscuridad, como si nunca hubiese estado allí.
El silencio volvió, y me quedé inmóvil, intentando procesar lo que acababa de pasar. Iván me miró con ojos grandes, cargados de miedo, pero también de comprensión. En ese cruce de miradas, entendí algo: la amenaza no se había ido. Solo estaba esperando el momento perfecto para volver.
Con el corazón desbocado, sabía que esa persona iba a regresar. Traía un cuchillo. Tenía un plan. Lo único que no sabía… era qué demonios hacía Iván allí. Pero, en ese momento, no me importó. Solo pude agradecerle, en silencio, por haber aparecido justo cuando más lo necesitaba.