Esa noche, la casa se sentía más grande de lo normal. Cada rincón parecía más lejano, más oscuro, más amenazante. El silencio no era un descanso, sino una amenaza velada que se extendía por las paredes. Me senté en la sala principal, abrazando mis rodillas, con la lámpara de aceite como único faro contra la oscuridad. La luz tenue proyectaba sombras alargadas que se movían con cada pequeño crujido de la madera, haciendo que mi imaginación corriera desbocada.
Iván no dijo nada. Se levantó tras observar el entorno y, sin esperar mi permiso, se internó hacia el corazón de la casa. Su andar era decidido, pero no brusco. No necesitó palabras; entendí que necesitaba moverse solo, que lo mejor que podía hacer era no estorbar. A pesar de mi miedo, me quedé en la sala, abrazada al cojín más grande que encontré.
Los minutos parecieron horas. Cada segundo estiraba la tensión, y el eco de mis propios latidos retumbaba más fuerte que cualquier otro sonido. Finalmente, escuché sus pasos regresar. Apareció en el umbral del pasillo con el rostro serio, los hombros tensos y la mandíbula apretada. Algo había visto, y no necesitaba preguntarlo para saberlo.
—¿Lo viste? —pregunté, la voz apenas un susurro cargado de temor.
Asintió, con ese movimiento lento que precede a una verdad incómoda.
—No completamente… Pero vi una figura. Delgada. Alta. Se movía al fondo del pasillo, junto a la habitación trasera. Cuando intenté alcanzarla, ya no estaba. No dejó rastro. Las ventanas cerradas, sin signos de entrada o salida.
Mi piel se erizó. El miedo, que hasta entonces era una suposición, se volvió certeza. Me apreté las manos contra el pecho para calmar el temblor.
—¿Seguro que viste algo? —pregunté, más por necesidad de confirmar que por dudar de él.
Iván me miró con una expresión seria, sin espacio para bromas.
—Estoy seguro. Fue real. Lo vi con mis propios ojos. No era una alucinación ni una sombra común.
Me senté al borde del sofá, sintiendo un nudo en el estómago.
—¿Por qué viniste? ¿Cómo entraste?
—Pasé por aquí de casualidad —respondió, mientras se sentaba en el suelo, apoyando la espalda en la pared—. Vivo a menos de un kilómetro. Había ido al pueblo por unos repuestos y cuando volví vi que la puerta trasera estaba entreabierta. No me pareció normal. Me acerqué y te vi. Estabas en el pasillo, paralizada. Antes de que pudiera llamarte, vi la figura moverse hacia la derecha. Corrí, pero se desvaneció.
Lo escuchaba con atención, cada palabra se anclaba en mi mente. Saber que él también la había visto me daba miedo, pero también una extraña tranquilidad. No estaba loca. No lo había imaginado.
—¿Y qué crees que era? —susurré.
—No lo sé. Pero no era alguien que estuviera perdido, ni un simple intruso. Se movía como si conociera la casa… como si supiera exactamente a dónde ir.
—¿Viste algo raro en el camino?
—Sí —dijo con voz grave—. Bajé al sótano. Los fusibles habían sido bajados. Alguien lo hizo intencionalmente. La electricidad no se cortó sola. Eso es lo que más me preocupa. No fue una falla. Fue una advertencia.
El silencio volvió a caer entre nosotros. Me estremecí. Iván me observó unos segundos y luego, con una voz más suave, dijo:
—Puedo quedarme esta noche, si quieres. No tienes por qué estar sola.
Levanté la vista, sorprendida. Él no era el tipo de persona que ofrecía consuelo. Era directo, incluso rudo… pero en ese momento, había algo compasivo en su tono. Como si, a su manera, intentara protegerme sin invadir.
—¿Lo dices en serio? —pregunté, dudando.
—Claro. No necesito dormir en cama para descansar. Puedo quedarme en la sala. Solo… si te hace sentir más tranquila.
Asentí, sintiendo cómo un poco del peso que llevaba encima se deslizaba por mis hombros.
—Gracias, Iván. No sabía que podías ser… amable.
—No te acostumbres —respondió con una sonrisa leve—. Solo lo soy con ciertas personas.
Esa frase me hizo sonreír, pequeña y sincera. Me senté más cómoda en el sofá mientras él tomaba una almohada y la acomodaba en el suelo. Se recostó, aún con las botas puestas, y cruzó los brazos bajo la cabeza.
—¿Por qué tú? —pregunté de pronto, rompiendo el silencio—. ¿Por qué me ayudas?
Iván giró la cabeza hacia mí, pensativo.
—No sé. Quizá porque cuando te vi en ese pasillo, con la cara llena de miedo, me vi a mí mismo hace años. Nadie debería enfrentar algo así solo. Y… porque creo que tú tampoco lo mereces.
Ese comentario me golpeó más de lo que esperaba. No respondí. Solo asentí y me acomodé.
—Si pasa algo —añadió él—, me despiertas. Aunque sea un sonido extraño o una corazonada.
—Lo haré —susurré.
Esa noche, por primera vez en semanas, me permití cerrar los ojos sin el peso del miedo total. Iván estaba ahí, y por alguna razón, su presencia calmaba el caos dentro de mí.
El amanecer llegó arrastrando su luz entre las cortinas, dorando suavemente los bordes de los muebles. Me desperté con el cuerpo algo entumecido, pero al menos sin sobresaltos. Iván seguía allí, dormido del lado izquierdo, respirando profundamente.
El sonido de la cerradura me hizo incorporarme. Luci entró con una bolsa de pan bajo el brazo y una mirada alerta. Se quedó quieta al ver la escena: yo en el sofá, la lámpara aún encendida, e Iván en el suelo, dormido.
—¿Qué fiesta me perdí? —soltó con ironía.
No supe qué decir. Solo negué con la cabeza, algo apenada.
—¿Está todo bien? —insistió, ahora más seria.
Iván se despertó, se frotó los ojos y se sentó. No dijo mucho, solo se levantó con calma y asintió a Luci como saludo.
—Me voy —murmuró, ya en la puerta.
Lo seguí, deteniéndome justo antes de que cruzara el umbral.
—Gracias, Iván. Por todo.
Él me miró, con esa expresión que nunca terminaba de descifrar.
—Llámame si vuelve a pasar algo —dijo, sin solemnidad, pero con firmeza.
—Lo haré.