Cuando creí que nada podía ser peor que huir entre sombras, sentí como un golpe seco con voces a mi alrededor me dejo inconsciente , desperté en medio de un ataque, me encontré en la oscuridad de una habitación con el sabor metálico de la sangre en la boca y el eco de un crujido agudo martillándome el oído. No sabía cuánto tiempo había pasado. La cabeza me latía, los párpados me pesaban y el aire tenía el olor rancio de encierro y desesperanza.
Las sombras eran densas, pero no tanto como la presencia frente a mí.
Gabriel.
El mismo que alguna vez me ofreció un café tibio y una sonrisa tímida, ahora me observaba con un silencio que pesaba más que sus palabras. Me dolía la mejilla. Lo último que recordaba era su mirada quebrada, su voz suplicante y... el golpe. Un puñetazo seco. Frío. A traición.
—No quería hacerte daño… —dijo por fin, sin acercarse—. Solo quería que te fueras.
Intenté moverme, pero sentí los tobillos atados. Las muñecas también. Un nudo burdo, hecho con prisa. Estaba tirada en el suelo, junto a una colchoneta sucia. Al girar el cuello, la vi.
Tirada a unos metros, pálida, los labios partidos, la frente manchada de sangre seca. Viva. Pero casi irreconocible. Sus ojos, hundidos y abiertos, me miraban con una mezcla de rabia y advertencia.
—¿Tú también caíste en su red? —musitó con la voz hecha trizas—. No es lo que parece… no lo escuches. Nunca lo escuches.
Intenté hablar, pero tenía la lengua pesada. Gabriel se paseaba por la habitación, inquieto, como si las paredes le hablaran y no pudiera ignorarlas. Llevaba las manos sucias de tierra, la ropa manchada, el rostro con ojeras tan profundas que parecía no haber dormido en días.
—Cecilia… —dijo con un tono que no sabía si era odio o necesidad—. Tú lo arruinaste todo.
Ella rió. Una risa seca, sin humor. Tosió. Escupió sangre.
—Yo solo te vi como eras. Por eso me encerraste aquí, ¿no? Porque no soportas que alguien vea la podredumbre que llevas dentro.
Gabriel se quedó quieto. Luego, lentamente, se agachó junto a mí. Su voz era suave, pero no reconfortante. Era la calma de alguien que ya no distingue el bien del mal.
—Ella me rompió. Me rompió de una forma que no se repara. No buscaba lastimarte a ti. De hecho, pensaba dejarte ir. Te observaba… sí, lo admito. Desde el primer día. Porque necesitaba saber si eras como ella. Y cuando vi que no… pensé que quizás podrías quedarte. Acompañarla. Ya no estará sola cuando yo no esté.
Mis latidos se aceleraron. Cecilia sollozaba. Yo quería gritar, pero la voz se me ahogaba en el pecho.
—¿Qué… qué es este lugar? —logré susurrar.
Gabriel sonrió. Una sonrisa triste. Absurda.
—Mi cárcel. Su tumba. Y ahora tu refugio.
Las luces parpadearon, como si incluso la electricidad supiera que algo andaba mal en esta casa.
—No puedes quedarnos aquí. Nadie puede vivir así… —dije, más para convencerme a mí misma que a él.
Él se levantó lentamente. Se giró hacia una puerta cerrada con cadenas.
—Ya están buscando. Ya saben. Pero no llegarán a tiempo. Esto no se trata de vivir, se trata de aguantar. De no quedarse solo en medio del silencio.
Se fue. Cerró la puerta. El pestillo sonó como una sentencia.
Cecilia gimió. Se arrastró un poco hacia mí.
—Él no es un monstruo —susurró—. Pero eso lo hace peor.
El silencio volvió. Y con él, la certeza de que la verdad no era redentora. Era una celda más dentro de esta casa maldita, estaba en el maldito sótano.