El eco de nuestros pasos aún retumbaba en el pasillo cuando Gabriel irrumpió de nuevo en la habitación. Esta vez, no me dirigió ni una mirada. Avanzó directamente hacia Cecilia, que estaba apoyada contra la pared, la cabeza gacha y los hombros encogidos como si supiera lo que estaba por venir.
—¿Por qué lo hiciste? —murmuró Gabriel, con una voz tan rota que apenas parecía suya.
Cecilia alzó la vista, y aunque su rostro estaba tenso, sus ojos destilaban una mezcla de culpa y arrogancia. Pero no habló al principio. Guardó silencio, y ese silencio fue como una daga en el pecho de Gabriel.
—Habla —dijo él, más firme, dando un paso hacia ella—. ¡Dímelo!
Ella tragó saliva y, sin apartar la mirada, susurró:
—Mira, Gabriel... lo que pasó... no fue solo culpa mía. Tú también accediste, al inicio. No lo detuviste.
Él se detuvo en seco, sus puños cerrándose con fuerza.
—¿Qué estás diciendo? —su voz era apenas un hilo de rabia contenida.
—Él era mi amante, sí —dijo ella, su voz ahora más segura, más venenosa—. Y al principio tú te quedaste. Lo permitiste. ¿Sabes por qué? Porque por un momento, una parte de ti disfrutó cómo te tocaba. Lo vi en tus ojos, Gabriel.
El silencio se volvió insoportable. Yo, aún atada, sentí cómo el mundo se congelaba. Gabriel se quedó inmóvil. Un parpadeo lento, una respiración profunda. Y luego, un grito desgarrador:
—¡No! ¡No lo disfruté! ¡Lo hice porque confiaba en ti, Cecilia! ¡Porque eras tú quien me decía que estaría bien! ¡Porque te creí!
Dio un paso más, su voz rompiéndose.
—Cuando dije que no quería seguir... él no se detuvo. ¡Me obligó! Y tú... ¡Tú lo sabías! ¡Y no hiciste nada! ¡Tú lo disfrutaste! —espetó con asco.
Cecilia retrocedió apenas un paso, pero mantuvo la barbilla en alto.
—Tal vez sí... Tal vez me gustaba verte así. Destrozado, vulnerable... mío y no tuyo —susurró con una sonrisa torcida.
Fue lo último. Gabriel, enceguecido por la rabia, alzó la mano y la cacheteó con una fuerza que hizo que el eco del golpe rebotara contra las paredes. Cecilia cayó de rodillas, sujetándose la mejilla, de donde empezaba a brotar un hilo de sangre. No lloró. Solo lo miró con los ojos llenos de odio y desafío.
—¡Maldito seas! —espetó entre dientes,.
Mi grito fue un impulso:
—¡Gabriel, basta!
El corazón me latía en los oídos mientras tiraba de las cuerdas con todas mis fuerzas. Un último movimiento desesperado y logré liberarme. Me incorporé tambaleante justo cuando Gabriel se daba la vuelta, su rostro cubierto de lágrimas y sudor, sus pasos dirigiéndose a la puerta.
—No puedo quedarme aquí… —susurró—. Esto es una pesadilla.- dijo en un murmullo lleno de tristeza y odio, incluso llego a ver como le temblaba la mandíbula y como de recordar el echo estaba que votaba lo que allá comido
Pero no llegó a salir.
La puerta se abrió de golpe y, como un vendaval oscuro, Iván entró con los ojos encendidos de furia.
—¡Gabriel! —rugió—. ¡¿Qué le hiciste?!
Sin esperar respuesta, se lanzó sobre él. Fue como si el tiempo explotara. Puñetazos, gritos, forcejeos. Iván empujó a Gabriel contra la pared, descargando sobre él años de frustración y verdades enterradas. Gabriel respondió con la misma rabia, con la misma fuerza.
Yo corrí hacia Cecilia, que seguía en el suelo. A pesar de escuchar lo anterior no quería dejarla ahí se veía débil y si Gabriel decía la verdad estaba segura que ese año con el había sido un infierno, La tomé por los brazos, la ayudé a levantarse. Estaba mareada, pero caminaba. La arrastré hacia la puerta trasera.
—¡Ahora! —le grité cuando vi que Iván había logrado golpear a Gabriel en el estómago, alejando lo de la puerta y dejando la puerta libre para su escape.
Ella asintió, apoyándose en mí. Nos movimos rápido, con los gritos de la pelea detrás como una banda sonora de horror. Iván luchaba como si su vida dependiera de ello. Tal vez así era.
La sangre salpicaba el suelo. No sabíamos de quién. Pero lo importante era salir.
Empujé la puerta trasera con fuerza y esta cedió. El aire frío de la noche nos golpeó la cara como una bofetada, pero era libertad.
Corrimos hacia el bosque. Las ramas golpeaban nuestros brazos y piernas, pero no nos detuvimos. Solo cuando escuchamos a lo lejos un grito desgarrador, volteamos un instante:
—¡Corran! —vociferó Iván—. ¡Yo lo detendré!
Entonces, como un ángel llegado tarde, Luci apareció detrás de nosotras, jadeante, con los ojos llenos de miedo pero decidida. Nos tomó de la mano y juntas corrimos entre los árboles, sabia que Luci la había ayudado rayendo a ivan
Al llegar a la carretera, nuestros cuerpos se desmoronaron. Luci se dejó caer a mi lado, mientras Cecilia me abrazaba con una mezcla de desesperación y alivio.
—Estamos vivas —susurré, más para convencerme que para afirmarlo.
Las luces de un coche se acercaron por la carretera desierta. Nos levantamos tambaleantes, esperanzadas.
Cuando la patrulla se detuvo frente a nosotras, supimos que la peor parte había quedado atrás. No porque el dolor se hubiera ido, sino porque por fin habíamos elegido huir de él.
Y mientras el amanecer teñía el cielo de rojo y dorado, supimos que la ayuda estaba por llegar