El baile de las almas

Capítulo 0

Capítulo 0

El eco de una vida perdida

Timothe

Hace una semana vi a la niña desaparecida, la misma que encontraron muerta esta mañana. Los noticieros dicen que el cuerpo fue visto por un indigente cuando pasaba cerca del cruce del norte y el centro, un área verde y poco transitada de la ciudad. El tipo avisó a los vecinos y estos llamaron a la policía que no tardó en hacer acto de presencia. Los detalles comenzaron a salir al instante, escabrosos todos: descuartizada, fue lo primero que dijeron, torturada y, presuntamente, también violada. Yo no solo la había visto sino que también la conocía, iba al mismo jardín que mi hija, quizá incluso con la misma edad suya. Tenía el cabello rizado negro, la piel trigueña y los ojos oscuros, siempre pensé que parecía una muñeca. De esas de ojos grandes. La vi el día en que la reportaron como desaparecida, yo terminaba de poner a Sara, mi hija, en la silla infantil del automóvil cuando ella pasó cerca de ahí. Iba de la mano de un hombre, el mismo que mostraron en las noticias como su asesino, y que al parecer era un vecino suyo.

Los vi, caminaron a menos de un metro de distancia de donde yo tenía estacionado el auto. Ella estaba intentando zafarse del agarre de este hombre y yo estaba mirándolos, recuerdo haber pensado que era una actitud rara y que quizá debía preguntarle qué pasaba, quién era ese tipo y si estaba forzándola algo. Pero no fue lo que hice, la razón de mi reticencia era lo que ahora me tenía metido en aquel baño, vomitando. No hice nada más que mirarlos, mirar el reloj en mi muñeca y pronunciar: «Voy tarde». No hice nada porque iba tarde al trabajo y tenía que dejar a Sara en casa. Ahora esa niña estaba muerta y el asesino se había fugado. Mostraron imágenes de las cámaras de seguridad cerca de ahí, donde se ve cuando ambos van caminando y, paralelo a eso, mi auto pasaba al lado con absoluta claridad. Pude haberlo detenido, pero no lo hice porque iba tarde al trabajo o porque no me importaba en realidad, no podía estar seguro. Las primeras declaraciones del personal del jardín dijeron que los padres de la niña habían autorizado al hombre para que la recogiera, aunque ellos hasta ahora no decían nada. La culpa que estaba sintiendo menguaba cuando pensaba en que, no solo yo me había equivocado, que quizá era quién menos responsabilidad tenía. No podía contarle a nadie que, probablemente, era yo la última persona en haberla visto con vida. Esperaba que mi esposa no reconociera el auto en las noticias, ni que me preguntara si vi algo, aunque dudaba que siquiera se acordara que fui yo quien pasó por Sara ese día.

Cuando me di cuenta que ya no me quedaba nada para vomitar salí del cubículo del baño, dirigiéndome al lavamanos enseguida. Sentía dolor en el abdomen por las arcadas, las piernas y las manos seguían temblando como en el momento en que vi las noticias. Ahora que me veía en el espejo, notaba restos de vómito en la camisa blanca —que lave rápidamente con un poco de agua—, por la frente me bajan gotas grandes de sudor. La palidez de mi piel contrastaba con las ojeras que se acentuaban con cada segundo que pasaba mirándome, no estaba seguro porqué había aparecido, la última semana había dormido mejor que cualquiera otra. Ahora, pensar eso incluso me daba repulsión. Terminé abriendo más la llave del agua y me bañé el rostro dos veces seguidas, tratando de encontrar alivio con el frío, pero era imposible casi como el hecho de que, con arrepentirme, no podía cambiar nada de lo que hice aquel día.

El baño tenía un aspecto asqueroso bajo mi mirada perturbada por los últimos acontecimientos, daba la impresión de estar uno dentro de una morgue. Olía a limpiador, vómito y mierda, por demás, todo estaba impoluto. Algo me decía que era ese el mismo olor que debió sentir el indigente cuando encontró el cuerpo de cuya niña no podía recordar el nombre, ni siquiera después de haberlo escuchado en las noticias. Le colocaron letras grandes, en rojo y con la misma tipografía que usaban para anunciar el magazín. El estómago volvió a revolvérseme al pensarlo y necesité, una vez más, lavarme la cara.

Nadie de la oficina se pronunció respecto al caso, ni siquiera yo lo hice, aunque yo apelaba por la excusa de la culpabilidad. En cambio ellos siguieron adelante, ni siquiera alguno se detuvo a preguntarme si la conocía o si vi algo, porque esa zona verde quedaba a menos de quince minutos de mi casa y unos veinte del jardín de niños. Quizá no le dieron importancia porque no hacía más de una hora que también saltó la noticia de nuevas pruebas sobre otro caso de asesinato, uno que parecía cerrado varios años atrás: una masacre familiar o algo así. Yo no le presté atención a ese en particular.

—¿Hace cuánto llevas metido aquí? —la pregunta la hizo Jared, quién terminaba de entrar al baño—. ¿Estás en abstinencia?

Levanté la mirada para verlo directo a la cara, y pese a que decía aquello a modo de chiste, no me reí. La oficina de Jared quedaba frente a la mía y, aunque no lo admitiera nunca, me había dado cuenta que encontraba absoluta fascinación en seguir mis pasos. Debía incluso contabilizar el tiempo que me tardaba yendo al baño o haciendo cualquier otra cosa, suponía que era la razón por la que ahora estaba allí. La firma tenía una vacante para un ascenso, un puesto que, tanto él como yo, podíamos aspirar a ocuparlo. Todo aquel inusitado interés que mostraba sobre mí era con la única finalidad de encontrar algo para usar en mi contra, sacarme pronto del camino y tomar él el puesto.

—Estoy bien —respondí nada más.

El baño, aparte de parecer el de una morgue, también estaba ubicado en una zona lejana de las oficinas, razón por la cual no solía usarse con mucha frecuencia. En realidad, tenía la impresión de que yo era la primera persona en usarlo en muchísimo tiempo. Y Jared, por su puesto, que estaba lavándose las manos aunque continuaba con el rostro girado en mi dirección. Uno podía golpear a alguien, matarlo incluso y ocultarlo en cualquiera de los cubículos y nadie iba a encontrarlo en un par de días. Yo podía golpear a Jared, matarlo incluso y ocultarlo en cualquiera de los cubículos y nadie iba a encontrarlo en un par de días.




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