Una hermosa mañana de verano. El sol enviaba sus rayos a través de las persianas entreabiertas, proyectando reflejos en las paredes; una brisa ligera mecía las cortinas translúcidas, llenando la habitación con el aroma fresco de la mañana.
Maína se estiró en la cama, alargando los músculos relajados tras el descanso nocturno. Amaba el verano, especialmente las mañanas estivales, impregnadas de luz suave y de los restos del frescor nocturno.
Para los fines de semana, había desarrollado un ritual matutino especial, que seguía desde hacía varios años. Primero, tomaba su tiempo para asearse, luego arreglaba su cabello y solo entonces el silencio del apartamento en el noveno piso se rompía con el sonido del molinillo de su nueva cafetera, que había adquirido recientemente para su total deleite.
Inhaló profundamente el aroma que se liberaba con el vapor de su taza favorita, cerrando los ojos por un instante. El siguiente paso era salir al balcón, sonreírle al nuevo día y a los colores vibrantes que la rodeaban.
Maína hacía todo lo posible por disfrutar la vida, rodeándose de cosas hermosas y luminosas. De hecho, los tonos claros predominaban tanto en su guardarropa como en la decoración de su hogar. Solo su apariencia contrastaba con esa armonía resplandeciente: su cabello oscuro caía en ondas hasta la cintura, enmarcando su rostro encantador, sus ojos castaños parecían casi negros en días nublados, pero en una jornada como aquella, brillaban como cuentas de ámbar. Su piel morena no necesitaba cuidados especiales, gracias a su madre.
Había alquilado aquel apartamento solo un mes atrás, seducida por la renovación reciente y la claridad del interior. No le molestaba que el edificio en sí fuera antiguo ni que su hogar estuviera en el último piso. Aunque había algo que sí la inquietaba. Su balcón estaba separado del de los vecinos únicamente por una baja mampara, a pesar de que el apartamento vecino pertenecía a otra escalera del edificio.
Sus vecinos de balcón eran una pareja casada: un hombre de aspecto respetable que siempre vestía traje y trabajaba sin descanso, y su joven y atractiva esposa, que parecía disfrutar de la vida sin preocupaciones. ¿Cómo lo sabía Maína? Cada mañana, tomaba su café en el balcón, observando todo lo que sucedía a su alrededor. Y tan pronto como la puerta se cerraba tras el marido, la joven esposa recibía visitas con las que compartía té en el balcón. ¿Hace falta decir que todos sus invitados eran hombres jóvenes y bastante apuestos?
Aquel día no fue la excepción. Maína, envuelta en su bata corta de seda color café con leche, se acomodó en su sillón, esperando la llegada del visitante de su vecina.
Tomó un sorbo de café, entrecerrando los ojos de placer, pero casi se atragantó cuando escuchó un alboroto en el apartamento contiguo.
Un joven, vestido solo con ropa interior, estaba de pie en el balcón vecino, apretando su ya marcado abdomen contra la pared y conteniendo la respiración. ¿En serio? ¿De verdad pensaba que así no se le veía a través del enorme ventanal?
Desde el interior del apartamento se oían gritos: la esposa intentaba detener al marido, quien, fuera de sí, intentaba salir al balcón tras el amante.
— ¡No es lo que piensas! — protestaba ella, empujando con sus pequeños puños los hombros fuertes de su esposo, intentando frenarlo.
— ¿Ah, no? ¿Y qué se supone que es un hombre semidesnudo en mi casa cuando estoy en el trabajo? ¿El fontanero? Porque hasta donde sé, no tenemos problemas de plomería, — rugió el marido, apartándola y avanzando decidido hacia su objetivo, quien estaba a punto de convertirse en su víctima.
En ese instante, la mirada aterrorizada del joven se encontró con la de Maína, despertando en ella una extraña compasión y el impulso de salvarlo de una inminente golpiza. Sus ojos se posaron en un ramo de flores que descansaba en un jarrón bajo sobre la mesa. Le susurró con urgencia:
— Agarra las flores. ¡Rápido!
Ya fuera por la confusión o por el miedo a recibir una paliza, el chico agarró el ramo y, girándose hacia Maína, se lo tendió solemnemente.
Justo en ese momento, el esposo furioso irrumpió en el balcón, seguido de su desconcertada esposa, quien, por suerte, llevaba más ropa que su infortunado amante. Sus miradas atónitas se encontraron con una escena inesperada: un joven semidesnudo ofreciéndole flores a la chica del otro lado de la mampara del balcón, y ella, sonrojándose levemente y bajando la mirada, las aceptaba con timidez.
— ¿Ves? El chico quería sorprender a su novia, y tú casi arruinas su romántico gesto con tus celos, — protestó la esposa, mostrando un talento actoral impresionante.
— ¿Qué sorpresa? ¿Acaso no podía regalarle flores de manera normal? ¿Tenía que trepar por tu balcón? ¡Y en calzoncillos, nada menos! — el esposo, aunque más calmado, comenzaba a enfurecerse de nuevo.
— No, quería pedirle matrimonio, hacerlo más romántico, — improvisó la talentosa mujer.
Oh, qué entretenida se estaba volviendo la mañana de Maína. ¿De verdad el chico se libraría tan fácilmente, con un simple susto? No, ella haría que sufriera un poco más.
— ¡Oh, qué romántico! — exclamó Maína con fingida emoción. — ¿Recuerdas cuando te dije que soñaba con una serenata bajo mi balcón? Vamos, canta.
— ¿Cantar qué? — preguntó el joven, parpadeando perplejo.