La noche seguía extendiéndose como un manto pesado sobre la tierra. La brisa gélida silbaba entre los árboles retorcidos, y la luna, oculta tras nubes oscuras, se negaba a iluminar la figura desfalleciente de Lyanna.
El filo de la traición seguía en su piel. La daga de Zethar había atravesado su costado, y aunque el golpe no había sido mortal, la sangre seguía fluyendo lentamente, agotándola.
Sus pensamientos eran fragmentos dispersos, imágenes difusas entre la fiebre y el dolor. Veía el destello del acero hundiéndose en su carne, los ojos de Zethar sosteniendo un conflicto que no había comprendido del todo. Y luego, la última chispa de voluntad que le quedaba: su mano alzándose, tocando su rostro.
Un susurro de luz.
Algo había ocurrido en ese instante. Un destello que no tenía forma ni sonido, pero que había dejado algo en él. No supo qué era, pero lo sintió antes de que la oscuridad la envolviera.
Ahora, yacía en la hierba húmeda, sintiendo la vida escurrirse de su cuerpo. Escuchó un crujido. Unos pasos. No estaba sola.
*******************************Zethar se encontraba de pie en su habitación, con la daga aún manchada de sangre entre los dedos. No había limpiado la hoja. No podía.
El peso del acto aún caía sobre él. No porque hubiera herido a Lyanna, sino por lo que sintió cuando su piel tocó la suya.
Un ardor le quemaba la mejilla donde ella lo había tocado. Se giró hacia el espejo, esperando ver solo su reflejo habitual: ojos de sombras, cabello oscuro como la medianoche. Pero esta vez… algo había cambiado.
Un rastro de luz.
Era tenue, apenas perceptible, pero estaba ahí. Una marca débil en su piel, como si la mano de Lyanna hubiera dejado algo más que su calor.
Zethar apretó los dientes. La furia y la confusión se mezclaban en su pecho. ¿Qué había hecho? ¿Qué había hecho ella?
Antes de que pudiera pensar en una respuesta, la puerta se abrió con un crujido lento.
—Hijo mío.
El Rey Oscuro.
Su presencia llenaba la habitación, extendiendo su sombra sobre todo lo que tocaba. Su capa negra parecía moverse por sí sola, como si la oscuridad estuviera viva a su alrededor.
Zethar giró el rostro hacia él, pero el rey ya había notado el rastro de luz en su piel.
—Lo supe en cuanto ocurrió —susurró el monarca, con una voz grave y vibrante, como si el eco de mil voces susurrara con él—. La tocaste, ¿no es así?
Zethar no respondió.
El Rey Oscuro avanzó lentamente.
—La luz… es un veneno para nosotros. ¿Lo sientes?
Zethar apretó el puño. Sí, lo sentía. No era dolor, sino una presencia extraña, una sensación que no pertenecía a su cuerpo.
Su padre inclinó la cabeza.
—Sabes lo que esto significa.
Zethar levantó la mirada.
—¿Que debo matarla?
El Rey Oscuro sonrió.
—Que ya no puedes hacerlo.
Zethar sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—La tocaste. Ahora ella está en ti. Y si vuelves a cruzar tu hoja con la suya… podrías ser tú quien se desvanezca.
Zethar sintió náuseas. El rey le había enseñado a matar desde pequeño. A no dudar, a no temer, a no vacilar. Pero ahora…
—No te preocupes, hijo —susurró el monarca—. No necesitarás matarla. Alguien más lo hará por ti.
Zethar frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
El Rey Oscuro se giró lentamente, con una sonrisa afilada.
—Los suyos vendrán por ella. Vendrán con furia. Y cuando lo hagan… los aplastaremos.
***********************Las llamas iluminaban la sala del Consejo de la Luz, reflejándose en las armaduras de los altos comandantes. El aire estaba cargado de tensión.
Un mensajero había llegado con noticias.
—La princesa Lyanna ha sido asesinada.
Un rugido de protesta estalló en la sala.
Los líderes de la Luz, aquellos que habían protegido los reinos de la sombra durante siglos, se pusieron de pie. Un anciano de túnicas doradas golpeó la mesa con su puño.
—¡Esto no quedará sin respuesta!
—¡Es una declaración de guerra!
—¡Exigimos venganza!
Las voces se alzaron, hasta que el Alto Guardián, el hombre de cabello blanco que lideraba el Consejo, levantó la mano.
—No actuaremos sin un plan —dijo, con su voz profunda y calmada.
Los demás lo miraron con furia, pero se obligaron a escuchar.
El Alto Guardián bajó la mirada.
—Pero no se equivoquen… —su voz se oscureció—. La guerra ha comenzado.
Pero entonces, un suave campanilleo resonó en la sala. Un sonido etéreo, casi irreal.
Las puertas se abrieron con majestuosidad.
Ella había llegado.
La multitud se apartó mientras la Reina Isolde avanzaba por la sala. Su túnica blanca flotaba con cada paso, sus cabellos dorados resplandecían como la luz del amanecer, y su sola presencia bastó para sofocar el clamor de la guerra.
Sus ojos, fríos como el hielo, recorrieron a cada uno de los presentes.
—¿Es cierto? —preguntó, su voz como el eco de una tormenta lejana.
El Alto Guardián asintió solemnemente.
—Sí, mi reina. Lyanna ha sido asesinada por el Reino Oscuro.
Un escalofrío recorrió la sala.
Isolde cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió, una ira contenida se encendía en sus pupilas.
—Que se reúnan las sacerdotisas de la Aurora.
Los murmullos estallaron.
—Majestad… ¿las sacerdotisas?
—No han sido llamadas en siglos…
Isolde alzó una mano, y el silencio se impuso de nuevo.
—Si la oscuridad ha tomado a mi hija, llamaremos a las fuerzas que los mismos dioses nos otorgaron.
Un nuevo temor se instaló en el consejo.
—¿Y los dragones? —preguntó uno de los generales, con voz temblorosa.
La reina se giró lentamente.
—Los dragones —susurró— han dormido demasiado tiempo. Es hora de despertarlos.