Capítulo 4.: Entre Sombras y la luz
Lyanna flotaba en la nada.
No había suelo, ni cielo, ni horizonte. Solo un vacío sin fin que la envolvía en su letargo. El dolor aún ardía en su costado, pero era un fuego distante, casi irreal.
No estaba sola.
Una presencia la rodeaba, fría como la noche. Un aliento sombrío rozó su piel, y cuando abrió los ojos, lo vio.
Zethar estaba frente a ella.
Pero no era el Zethar que recordaba.
Su forma oscilaba entre la sombra y la carne, como si la oscuridad lo reclamara con cada respiración. Su mejilla aún tenía la marca de luz que ella le había dejado, brillando débilmente como una estrella atrapada en la negrura.
—¿Dónde estamos? —susurró Lyanna, su voz resonando en el vacío.
Zethar inclinó la cabeza.
—En el punto donde la luz y la oscuridad colisionan. En el único lugar donde podemos vernos sin matarnos.
Lyanna sintió una punzada de rabia.
—Tú ya intentaste matarme.
El rostro de Zethar se mantuvo impasible.
—Sigues viva gracias a mí.
Un destello de furia cruzó la mirada de Lyanna. Dio un paso adelante, pero su cuerpo se sintió pesado, como si algo dentro de ella la estuviera reteniendo.
No… No era solo el dolor.
Había algo más. Algo dentro de ella que no estaba allí antes.
—¿Qué me hiciste? —su voz salió entrecortada.
Zethar la observó en silencio por un momento antes de alzar una mano.
Y entonces ella lo sintió.
Un torrente de energía oscura recorrió su interior, latiendo en su herida como un segundo corazón. No la consumía por completo… pero tampoco la dejaba sanar.
Era un veneno.
Era un ancla.
Su respiración se aceleró.
—Clavaste más que tu daga en mi costado… —susurró, con una mezcla de horror y furia—. Me diste tu oscuridad.
Zethar asintió lentamente.
—Al igual que tú me diste tu luz.
Lyanna apretó los dientes.
—Te quemaré vivo.
Zethar no se inmutó.
—Tal vez. Pero si lo haces, morirás conmigo.
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Mientes.
—Mírate. —Zethar extendió la mano y, como si un velo se corriera de su mente, Lyanna vio la verdad.
Su herida ya no era solo un tajo ensangrentado. Las venas a su alrededor estaban teñidas de un negro profundo, palpitando con una energía desconocida. Pero, al mismo tiempo, algo dentro de la oscuridad brillaba débilmente.
Su propia luz.
Ambas fuerzas se enfrentaban dentro de ella, devorándose la una a la otra… pero también manteniéndola con vida.
—Tu cuerpo está en guerra —dijo Zethar con voz baja—. La luz lucha por sanar la herida. La oscuridad impide que se cierre. Pero es esa misma oscuridad la que evita que te desangres hasta morir.
Lyanna sintió un nudo en la garganta.
—No…
—Déjala cerrar con la oscuridad —susurró él.
La furia estalló dentro de ella.
—¡Nunca!
Zethar la observó con algo parecido a la resignación.
—Entonces, muere.
Lyanna sintió el vacío tambalearse a su alrededor. Su visión se nubló y el frío la invadió con una intensidad aterradora.
Su luz se apagaba.
Y la única cosa que la mantenía con vida…
Era él.
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El palacio del Círculo Oscuro se estremecía.
Desde los pasillos más profundos hasta las torres más altas, la inestabilidad se extendía como una enfermedad. Los sectores del círculo—Lujuria, Guerra, Envidia y la Prisión—ardían en caos.
Las bestias de guerra rugían sin control. Las paredes de la prisión temblaban como si algo dentro quisiera escapar. El deseo insaciable en el sector de Lujuria se convertía en hambre desmedida, consumiendo a sus habitantes en su propio frenesí. Y la envidia… la envidia corroía todo lo que tocaba, convirtiendo la ambición en desesperación.
Zethar caminaba entre las sombras de la gran sala del trono, su piel pálida, su respiración entrecortada. La marca de luz en su mejilla ya no era solo un vestigio. Había crecido, ramificándose como grietas en la oscuridad de su cuerpo.
Cada latido la hacía expandirse más.
Y su padre lo sabía.
—¿Qué hago? —susurró Zethar, alzando la mirada. Su voz no era un ruego. Era un grito ahogado, el último vestigio de voluntad antes de quebrarse.
El Rey Oscuro lo observó desde su trono de sombras. Sus ojos, pozos sin fondo, reflejaban algo más que poder: determinación absoluta.
—Si la princesa del Círculo de la Luz muere… —su voz resonó en las paredes— tú también lo harás.
Zethar sintió un escalofrío recorrer su espalda.
No por miedo.
Sino porque lo supo.
Lo supo en el instante en que su corazón latió al mismo ritmo que el de Lyanna.
El Rey Oscuro se levantó.
Su capa negra se arrastró por el suelo de piedra, y en su mano apareció la daga. La misma daga con la que Zethar había hundido la oscuridad en Lyanna.
—Entonces… —murmuró su padre, con la misma frialdad con la que había dictado cientos de ejecuciones— lo lamento.
El Círculo de la Oscuridad debe quedarse sin príncipe.
La daga se hundió en su pecho.
El acero perforó su piel, carne y hueso, y la sombra que era su esencia se desbordó como un río liberado.
Zethar cayó de rodillas, sintiendo la vida escaparse en cada latido.
Y en algún lugar, en la frontera entre la luz y la sombra, Lyanna también cayó.
Su corazón se detuvo.
Y con él, el mundo cambió.
Los sectores del Círculo Oscuro se calmaron.
Los guerreros silenciaron sus armas. La Prisión, que parecía al borde del colapso, se estabilizó. Los susurros de la Envidia se apagaron. Y en Lujuria, el deseo enfermizo se desvaneció como si nunca hubiera existido.
Pero más allá, en los límites del reino, algo mucho peor sucedía.
El Valle de las Plantas, el único punto de vida en la Oscuridad, floreció.
Las enredaderas treparon los muros ennegrecidos, las flores resplandecieron con un brillo antinatural. El suelo muerto absorbió la sangre de Zethar y, con ella, la luz que él había llevado dentro.