Capítulo 5: Renacer en el Abismo
Caelum arrojó los dos cuerpos inertes en la tumba.
Zethar y Lyana cayeron sin resistencia, sus figuras despojadas de vida como muñecos rotos. La herida en el pecho de él ya no sangraba. El costado de ella estaba frío. La luz y la oscuridad, que una vez ardieron dentro de sus almas, se habían extinguido.
Caelum apretó los dientes, sintiendo el peso de la tragedia en cada fibra de su ser. Su príncipe. La princesa de la luz. La última esperanza del equilibrio. Todo había sido en vano.
Con el rostro endurecido por la pena, alzó las manos y las unió sobre la fosa.
Un círculo de luz surgió del suelo, expandiéndose con una intensidad cegadora. Alrededor de este, la oscuridad se arremolinó como una tormenta viva, retorciéndose, resistiéndose… pero no deteniéndose. La tumba se convirtió en un epicentro de caos y poder. El suelo tembló. El aire se volvió denso, casi irrespirable.
Y entonces, los corazones en la tumba latieron.
Primero, un eco lejano. Luego, un estruendo.
La carne se regeneró. Las heridas se cerraron con un ardor abrasador, como si el universo mismo las estuviera forjando de nuevo. La luz y la oscuridad se fundieron dentro de sus cuerpos, ya no luchando por el dominio, sino creando algo nuevo.
Algo más fuerte.
Los ojos de Zethar se abrieron de golpe.
Grises, brillantes como el filo de una espada al sol.
Los de Lyana, al mismo tiempo, se encendieron con un amarillo dorado, resplandeciendo como el fuego de una estrella condenada.
Y antes de que el pensamiento siquiera se formara, antes de que la razón pudiera alcanzarlos…
Se atacaron.
Lyana rodó fuera de la tumba con la velocidad de un rayo, sus manos envueltas en una luz incandescente. Zethar se incorporó como una sombra liberada, el veneno oscuro surgiendo de sus palmas como cuchillas vivas.
Chocaron en el aire.
El primer golpe fue brutal.
Lyana sintió su puño impactar contra el pecho de Zethar… y el dolor le recorrió las costillas como un latigazo.
Zethar hundió su mano en su costado… y el mismo tajo ardió en su propia piel.
Se separaron, aturdidos.
Se miraron.
Y entendieron.
Cada herida que uno infligía al otro… se reflejaba en su propio cuerpo.
Lyana jadeó, su pecho subiendo y bajando con furia contenida.
—¿Qué demonios hiciste?
Zethar respiró hondo, su mirada gris brillando con un filo asesino.
—Tú también lo hiciste.
Se lanzaron de nuevo.
Fuego blanco y sombra negra danzaron en el aire, cada golpe impactando con una fuerza devastadora… solo para devolver el daño a su portador.
Cada tajo. Cada quemadura. Cada embestida.
Eran espejos de destrucción.
Hasta que el dolor los hizo titubear.
Hasta que sus cuerpos, cansados y sangrantes, cayeron de rodillas en la tierra negra.
Lyana escupió una maldición.
Zethar soltó una risa áspera, agotada.
Y allí, en el polvo de su propia resurrección, entendieron la verdad.
No podían destruirse sin destruirse a sí mismos.
Caelum los observó en silencio, su cuerpo temblando.
Habían regresado.
Pero ya no eran la luz y la oscuridad de antes.
Eran algo más.
Algo que nadie, ni siquiera el Rey Oscuro, podría controlar.
El aire en el abismo era espeso, denso con una neblina negra que se arrastraba sobre la tierra. Era un vacío, un espacio fuera de todo lo conocido, más allá de los Dominios de la Luz y la Oscuridad. Allí, las reglas del equilibrio ya no se aplicaban. El tiempo no significaba nada. El abismo era un lugar antiguo, donde los ecos de las criaturas de las sombras y las huellas de las estrellas muertas se entrelazaban en un caos primordial. Un lugar donde los gritos de los caídos no se desvanecían, sino que se acumulaban, formando una sinfonía de desesperación eterna.
Lyana y Zethar se levantaron lentamente de su lucha sin sentido sus cuerpos marcados por las cicatrices del combate, cuando en suelo bajo sus pies comenzó a temblar.
Zethar tocó el suelo, el suelo que vibraba con un poder antiguo.
—Este lugar... —dijo con voz grave, sintiendo el pulso de las entrañas de la tierra.
Lyana lo observó, sus ojos llenos de comprensión y miedo.
—El equilibrio ha caído. —Sus palabras fueron un susurro roto por el eco de lo que no quería reconocer.
El abismo retumbó, como si respondiera a sus palabras. El suelo bajo sus pies tembló, agrietándose. La neblina se condensó, tomando forma. Cuerpos oscuros comenzaron a emerger de la tierra, sus sombras enormes, deformadas, distorsionadas por la antigüedad. Criaturas monstruosas, con ojos llenos de desesperación y hambre insaciable.
Demonios.
Ellos habían regresado, pero al hacerlo, habían desatado algo que nunca debió ser liberado. El equilibrio entre la luz y la oscuridad había sido la clave para mantener a esos horrores bajo control. Y al romper ese equilibrio, ellos habían permitido que las criaturas del abismo despertaran. Ahora, aquellas entidades que habían estado dormidas durante milenios, que habían sido selladas por el pacto antiguo, se alzaban una vez más.
Las primeras criaturas eran sombras retorcidas, con ojos brillantes que destellaban en la oscuridad. Se movían en silencio, deslizándose sobre la tierra con una rapidez mortal. Sus cuerpos eran como humo denso, como si estuvieran formados de las pesadillas más profundas del universo.
—Lo hemos hecho. —La voz de Zethar era áspera, llena de un remordimiento que jamás había sentido antes.
—No hay vuelta atrás. —Lyana se adelantó, su cuerpo brillando con una luz dorada, un resplandor que luchaba por mantenerse firme en medio de la oscuridad. La mezcla de los dos poderes despertados dentro de ellos era una llama tan fuerte como peligrosa.
El abismo rugió nuevamente, y más demonios comenzaron a surgir, más y más, en una multitud interminable.