El beso del infierno

Capitulo 11

Los Alfas eran como una especie de hombres del saco para cualquiera que tuviera un rastro de sangre demoníaca en el cuerpo. Incluso los Guardianes no se sentían completamente cómodos en su presencia. Mantuve el ojo en el reloj, sabiendo que vendrían antes del anochecer. Debería haberme marchado ya de la casa, pero no tenía ningún lugar al que ir, y… y quería verlos otra vez. Me entretuve en la cocina mientras Jasmine trataba de preparar un tentempié para los mellizos antes de mandarlos a la cama. Izzy y Drake estaban sentados a la mesa, en modo gárgola completo. Sus cuernecillos negros subían y bajaban mientras se reían. Jasmine estaba de pie entre ellos, y se puso rígida de repente. Su reacción me provocó un aleteo nervioso en el pecho. Bajé el vaso de zumo.

—¿Ya están aquí?

—Todavía no. —Se alisó la parte delantera de la blusa con las manos

—. Pero los hombres se están preparando para que lleguen. Era extraño ver cómo estaban todos conectados. Unos segundos más tarde, los oí moviéndose en el piso superior. No había visto a Zayne en todo el día, así que era oficial: me estaba evitando. Necesitaba verlo, porque después de haberme pasado toda la noche mirando al techo, sabía que debería disculparme. Estaba culpándolo demasiado, esperando cosas que no debería esperar. Yo le importaba, y la culpa de todo era mía, porque lo que sentía por él era más de lo que debería.

—¿Adónde vas a ir? —preguntó Jasmine, recogiendo rápidamente los envases de zumo de manzana y de galletas con forma de animales. Me eché el pelo hacia atrás.

—No lo sé. Esperaba encontrar a Zayne antes de que llegaran, pero, si no, supongo que iré a pasar el rato a la casa del árbol. «Como una perdedora…». Una expresión tensa contorsionó sus facciones.

—¿Cómo sabrás que se han ido?

—No lo sé. Si no encuentro a Zayne, supongo que alguien me llamará. —Al menos, eso era lo que esperaba

—. ¿Cuánto tiempo crees que…? Un sonoro retumbo cortó mis palabras. Los vasos temblaron en el armario, y las ollas de acero inoxidable chocaron las unas contra las otras. Me aparté de la encimera y uní las manos. En un instante, todo el aire pareció abandonar la casa, y la habitación se llenó de electricidad estática. No me atrevía a moverme. Incluso los mellizos parecían sentir su llegada, mirando a su madre con los ojos muy abiertos. A los Alfas les encantaba entrar a lo grande. Un estallido de energía me puso el vello de punta. El retumbo se detuvo, y el aire se llenó de un olor almizcleño y dulce. No olía de la misma forma para todo el mundo.

El Cielo olía a lo que tú quisieras, a lo que tú desearas. ¿Rosas? ¿Tortitas con jarabe de arce? Goma quemada. Lo que fuera. La última vez que habían venido, me había olido a menta. Jasmine me echó un vistazo, pero yo ya estaba caminando junto a la encimera. El instinto me decía que se encontraban en la biblioteca. Bajé sigilosamente por el pasillo, y me detuve un par de metros después. Una luz suave y luminosa se derramaba por debajo de la puerta, se deslizaba por los suelos de madera de arce y subía por las paredes color crema. La luz palpitaba y se convertía en una entidad viviente mientras los bucles cruzaban el techo y derramaban fragmentos de luz brillante que caían en charcos relucientes sobre la alfombra. Era la luz que veía la gente momentos antes de morir, y era hermosa.

Celestial. Para algunos, no había nada que temer en la muerte, no cuando era eso lo que les esperaba. No podía acercarme más. Ya sabían que me encontraba allí, en algún lugar de la casa, pero no lograba apartarme. Comencé a notar un ardor en la garganta y un hormigueo en la piel. Era una tortura horrible estar tan cerca de algo tan puro y no querer… bueno, devorar su esencia. Sabía que tenía que marcharme, pero estiré el brazo y pasé la punta de los dedos por la luz. Con un jadeo, aparté la mano de golpe. Era caliente; abrasadora.

Tenía las puntas de los dedos rosadas y palpitantes, y unas delgadas volutas de humo se elevaban de mi mano. Di un paso hacia atrás, me llevé la mano herida al pecho, y bueno, este me dolió por una razón completamente diferente. Miré la luz mientras continuaba extendiéndose por la casa, bañándolo todo con su calidez. No podía ir a la luz. Ni ahora, ni probablemente nunca. Unas lágrimas amargas me quemaron los ojos. Entonces me giré, tomé la mochila de la cocina ahora vacía y salí de la casa antes de que los Alfas se cansaran de mi presencia y me quitaran la elección de marcharme.

* * * Sentada en la estúpida plataforma de observación, miré la pantalla de mi móvil y solté una jugosa maldición que hubiera quemado los oídos de los Alfas. El crepúsculo había caído, y unas pequeñas estrellas estaban comenzando a asomarse. Zayne no me había respondido las primeras dos veces que lo había llamado, media hora antes. Bajé la mirada hasta mi mano y fruncí el ceño ante la piel de un rosa brillante de mis dedos. Solo yo era lo bastante estúpida como para tratar de tocar la luz celestial. Me llevé la mano al cuello y saqué la cadena, de modo que la extraña piedra quedó balanceándose justo debajo de mis dedos. Acaricié la joya con el pulgar, y no fui capaz de reprimir el escalofrío de repulsión.

Quería arrancar el anillo de la cadena y tirarlo a los arbustos. Estuve a punto de hacerlo, pero cuando mis dedos lo rodearon, no… simplemente no pude hacerlo. Incluso aunque mi madre fuera la mismísima Lilith, incluso aunque no me hubiera querido, no podía tirar lo único que tenía de ella. Aparté la mochila a un lado, me arrastré por la abertura y bajé por los tablones clavados al tronco del árbol. Después de llamar a Stacey y no recibir respuesta alguna, recibí un mensaje rápido suyo diciendo que estaba en el cine. Con envidia, le pegué una patada a una gruesa raíz que salía del suelo y volví a hacerlo; llamé a Zayne. El teléfono siguió sonando varias veces, y Zayne seguía sin responder.

Corté la llamada cuando saltó el contestador. Mi ritmo cardíaco se incrementó, tal como me pasaba siempre que no respondía. A lo mejor estaba siendo un poco acosadora psicótica, pero incluso aunque estuviera enfadado conmigo tenía que saber que estaba viviendo en la maldita casa del árbol hasta que alguien se acordara de llamarme. Pasaron cinco minutos y volví a probar, odiándome por ello. Porque, en serio, estaba comenzando a entrar en la tierra de las desesperadas, ese lugar habitado por chicas que se ponían en ridículo por los chicos; chicos que no las querían o no querían estar con ellas. El estómago se me retorció, al igual que había sucedido la noche anterior, justo antes de decir aquellas cosas tan tan estúpidas. Tras el segundo tono, la llamada fue directa al contestador.




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