El bosque del lobo

Sombras del pasado

El pueblo tenía un aire distinto cuando caminabas por sus calles sin prisa. En la distancia, el viento traía consigo el eco lejano de conversaciones a medio susurrar, de puertas de madera crujiendo y del tintineo de campanas en las tiendas viejas. No había tráfico apresurado ni ruido ensordecedor de bocinas, solo la calma eterna de un lugar atrapado en el tiempo.

Maya avanzaba por la acera con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, observando los detalles que antes, cuando era niña, pasaban desapercibidos. Los muros de las casas estaban descascarados por la humedad, las enredaderas trepaban sin control por las rejas oxidadas, y las farolas antiguas proyectaban sombras alargadas en el suelo de piedra.

Aunque el sol brillaba, algo en la atmósfera le resultaba pesado. Como si las historias que este pueblo ocultaba estuvieran tejidas en cada rincón, esperando ser descubiertas.

El sonido de la campana de la iglesia resonó en el aire, marcando el mediodía. Al llegar a la plaza, Maya se detuvo junto al viejo quiosco de madera. La estructura, con su techo pintado de blanco, era el punto de reunión de los ancianos que pasaban la tarde jugando a las cartas o simplemente observando la vida pasar.

Inspiró hondo. El aroma a pan recién horneado flotaba en el aire, dulce y cálido. Sin pensarlo demasiado, se dirigió a la panadería de la esquina.

Al empujar la puerta de vidrio, la campanilla tintineó sobre su cabeza. El interior estaba impregnado de ese olor reconfortante a masa recién hecha, azúcar y café recién colado. El calor del horno creaba un ambiente acogedor, en contraste con la brisa fría del exterior.

Maya se acercó al mostrador, donde una mujer de cabello canoso y rostro amable la observó con una mezcla de curiosidad y reconocimiento.

—No te había visto en mucho tiempo —dijo la mujer, secándose las manos en su delantal.

Maya sonrió con cortesía.

—Vine a visitar a mi familia.

La panadera asintió.

—Elena debe estar feliz de verte.

Maya no supo qué responder. Su madre, aunque amorosa, siempre parecía estar atrapada en una red de silencios. Era imposible saber con certeza qué pensaba realmente.

Pidió un café y un pan dulce, y mientras esperaba, el sonido de una cucharilla golpeando contra la porcelana la hizo voltear.

En una mesa junto a la ventana, una anciana revolvía lentamente su taza de té, con la mirada fija en ella.

Maya sintió un escalofrío.

La mujer tenía el cabello recogido en un moño bajo, la piel arrugada pero firme, y unos ojos oscuros que parecían capaces de atravesar cualquier máscara.

—Eres una Moreno, ¿verdad?

Maya parpadeó.

—Sí —respondió con cautela.

La anciana inclinó la cabeza ligeramente, como si la estuviera analizando con más detalle.

—La nieta de Isabel.

El aire pareció congelarse.

Maya sintió que algo en su interior se removía, un temblor invisible que no lograba controlar.

—Bisnieta —corrigió en voz baja.

La anciana sonrió apenas, dejando su cucharilla sobre el platillo con un sonido sordo.

—Entonces seguro ya sabes lo que le pasó.

Maya sintió cómo su garganta se secaba.

Desde que tenía memoria, Isabel había sido un nombre prohibido en su casa. Nadie hablaba de ella. Nadie mencionaba su desaparición.

—Solo sé lo que todos dicen —respondió con cautela—. Que desapareció en el bosque.

La anciana soltó una risa suave, pero no era de burla. Era como si hubiera escuchado esa misma respuesta demasiadas veces.

—Sí… eso dicen.

El murmullo de la panadera detrás del mostrador interrumpió el momento.

—Las viejas historias no siempre son verdad, Carmen.

Pero la anciana—Carmen, ahora sabía su nombre—no pareció inmutarse.

—Las historias son verdad cuando la gente aún las recuerda —dijo con calma—. Y este pueblo nunca ha olvidado a Isabel.

Maya sintió su piel erizarse.

Carmen bebió un sorbo de su té y la miró fijamente.

—¿Nunca te has preguntado por qué desapareció?

Maya se mojó los labios.

—Dicen que se perdió…

Carmen negó lentamente con la cabeza.

—El bosque no la tomó por accidente.

Maya se inclinó levemente hacia adelante, como si sus propios instintos le exigieran escuchar mejor.

—¿Qué significa eso?

Carmen dejó la taza sobre la mesa y entrelazó sus manos con calma.

—Significa que Isabel nunca estuvo perdida.

El corazón de Maya dio un vuelco.

—Eso no tiene sentido. ¿Por qué no querría volver?

Carmen la miró con paciencia.

—Porque el bosque no es solo árboles y sombras. Es un lugar antiguo, un refugio para aquellos que entienden su llamado.

Maya sintió que su piel se erizaba.

—¿Qué quieres decir?

La anciana sonrió con una lentitud inquietante.

—Significa que si sigues su camino, tampoco lo estarás tú.

El aire pareció cambiar en la panadería.

La luz del sol entrando por la ventana iluminó partículas de polvo flotando en el aire, dándole un matiz etéreo al momento.

Maya sintió su respiración volverse más lenta.

Las palabras de Carmen la envolvieron como un eco lejano.

Se le hizo un nudo en el estómago.

¿Por qué tenía la sensación de que lo que la anciana decía era cierto?

¿Por qué sentía en lo más profundo de su ser que Isabel nunca estuvo perdida… porque nunca quiso regresar?

Maya se levantó lentamente, sintiendo que el suelo bajo sus pies no era completamente firme.

—Gracias por el café —susurró, dejando unas monedas en el mostrador antes de salir.

Al empujar la puerta y sentir el aire frío en su rostro, su mente seguía girando.

El pueblo había susurrado rumores sobre Isabel durante décadas.

Pero Maya no quería rumores.

Quería la verdad.

Y tenía la sensación de que la encontraría en el bosque.




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