El caballero del Pecado

Capitulo 1: El pacto en la penumbra

“Muchas veces uno piensa que la historia es como se cuenta en los libros, mas esa conjetura no es tan cierta.
La verdadera historia se encuentra en quien la vivió.”

Así comenzaba el diario de Evaristo Malbrán, escrito en páginas arrancadas de textos profanos, manchadas de sangre y humedad.
Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales de la vieja cabaña, levantada sobre pilotes podridos en el borde del Pantano Negro.
Cada gota parecía un dedo huesudo, tamborileando una cuenta regresiva hacia la condena.

La ciudad se encontraba en silencio. El fervor y vida que solían recorrer sus calles antaño ya no existían; apenas quedaban ecos de campanas que no se atrevían a repicar. La aberración, y el intento de la Iglesia de controlar fuerzas que jamás comprendió, trajo la ruina a Sancta Argentzia.

El surgimiento de sectas paganas se extendió como una plaga. Desesperados, los ciudadanos comenzaron a garabatear símbolos profanos en sus puertas, quemando incienso podrido para atraer favores de entes sin nombre. Los callejones se poblaron de susurros y promesas, mientras sombras sin rostro deambulaban como buitres, esperando a que la voluntad de alguna pobre alma sucumbiera ante una solución rápida… a cambio de su carne, su fe, o algo aún más profundo.

Evaristo cerró el cuaderno. Sus manos temblaban, huesudas y llenas de cortes recientes: las runas aún ardían bajo su piel.
En la penumbra, la pequeña Lucía dormía sobre un catre, envuelta en trapos sucios.
Su respiración no era humana.
A cada exhalación, un susurro gutural escapaba de sus labios resecos, como si algo habitara en su garganta, burlándose de su padre.

Un cuervo negro graznó desde el alféizar, batiendo sus alas empapadas.
Era un mal presagio:
los vinculados lo sabían bien —donde hay cuervos, hay muertos.
Evaristo escupió al suelo y se levantó, encendiendo un candil con una cerilla húmeda.

—Padre nuestro… —empezó a murmurar, sabiendo que ya no quedaba ningún dios que escuchara.

En la mesa, un libro encuadernado en piel humana palpitaba, susurros de tinta negra reptando por las páginas abiertas.

Evaristo extendió su cuchillo ritual, observando cómo la hoja reflejaba su rostro ajado:
las pupilas dilatadas, la frente surcada por símbolos que no recordaba haber escrito.

Afuera, en el linde del pantano, se oían pasos.
Un campanilleo de hierro.

Los Cazadores de Herejes lo habían encontrado.

Los Cazadores de Herejes nacieron como respuesta a la marea de aberración que ahogó a Sancta Argentzia cuando la Santa Sede empezó a jugar con fuerzas que nunca debieron invocar.
No son simples soldados ni sacerdotes. Son un cuerpo aparte: un enjambre de fanáticos y devotos que han consagrado su carne y su cordura a la purga.

Se dice que, al momento de ser ungidos, cada Cazador jura ofrendar hasta su último latido para extirpar la corrupción allí donde respire.
Portan reliquias hechas de fragmentos de huesos de mártires, escrituras quemadas en su piel y crucifijos herrumbrosos que supuran aceite bendito cuando los empuñan en combate.
Muchos de ellos están marcados: mutilados a propósito para recordar que la fe no requiere cuerpo perfecto, sino voluntad indoblegable.

Para la mayoría de los habitantes de Sancta Argentzia, los Cazadores de Herejes son una promesa de salvación… y una amenaza tan grande como la herejía misma.
No responden a leyes terrenales: su única orden es la del Tribunal de la Sagrada Daga, un consejo secreto que resguarda grimorios prohibidos y designa quién debe arder.

Pero bajo el brillo de sus cruces, se pudre una verdad que pocos se atreven a nombrar:
la corrupción se alimenta de la fe, y cada purga deja semillas de aberración listas para florecer de nuevo.

Evaristo besó la frente de su hija y se levantó, sin fe pero con toda la furia de un hombre que ha vendido su alma demasiadas veces, dio una ultima mirada a su hija, sabiendo que lo que estaba por hacer podría ser su ruina; levanto el libro maldito, y busco una pagina en especifico... una pagina que el ya había estudiado bastante bien.

Dioses de esta tierra, concédanme fuerzas para repeler a los que quieren lastimar a mi hija, ella solo esta enferma, solo necesita una cura...

El silencio se apoderó de la húmeda choza de Evaristo.
Por un instante, solo se escuchó el crujir de la madera podrida y el lamento del viento golpeando las paredes como si la propia noche quisiera entrar.

Entonces, el Grimorio tembló entre sus manos.
La piel que lo encuadernaba se estremeció como si respirara, y una grieta de carne se abrió en la página elegida.
De ella brotó un susurro:
primero como un murmullo de hojas muertas, luego como la risa ronca de algo que nunca había sido humano.




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