El sol apenas rompía la bruma cuando vio, al fin, la frontera de la ciudad.
Más allá de los campos mustios, las murallas de piedra se erguían como dientes rotos, cubiertas de moho y cruces oxidadas.
Evaristo se detuvo.
El viento del amanecer traía olor a incienso rancio y a carne quemada.
—Nunca estuve tan cerca de la ciudad… —susurró, como si temiera despertar algo dormido.
La voz respondió, reptando por su cráneo como larvas calientes.
—Hace siglos… —dijo el demonio, su tono casi nostálgico—. Hace siglos este lugar no existía. Solo barro… sacrificios… y un altar de huesos que nadie recuerda.
Pero aquí estamos, otra vez, ¿verdad, Evaristo?
La carne nunca olvida…
Una bandada de cuervos se alzó de las murallas, graznando como heraldos de lo que aguardaba dentro.
La ciudad de Sancta Argentzia lo esperaba, hambrienta.
Evaristo sintió un escalofrío recorrerle la nuca cuando la voz volvió a susurrar, apenas un eco reptando entre sus pensamientos.
—Escucha, Evaristo… —murmuró el demonio, con una calma que helaba la sangre—. Te dejaré en paz… por ahora.
Evaristo frunció el ceño, los ojos fijos en las murallas agrietadas de Sancta Argentzia.
—¿Qué estás tramando ahora? —escupió, la mano temblorosa sobre la empuñadura de la espada.
La risa del demonio fue breve, casi cortante, como el aleteo de moscas en un tarro cerrado.
—Esta ciudad… —siseó—. Siento demasiados Inquisidores. Ellos… —su voz vaciló, como si probara la palabra en su lengua podrida—. Ellos aún guardan chispas de fuego Primigenio…
—Fuego que podría quemarme de verdad, si me encuentran. Y eso no es lo que queremos, ¿verdad, Evaristo?
Por un instante, Evaristo sintió algo parecido a un escalofrío de victoria.
El demonio podía sentir miedo.
Pero la sensación se desvaneció tan pronto como llegó.
—Recuerda, humano… —susurró la voz, disipándose como humo negro—. No necesito tus oraciones… ni tu obediencia. Solo tu desesperación.
Así que mantente cuerdo… por ahora.
El viento de la ciudad golpeó su cara como un látigo húmedo.
Evaristo respiró hondo, sintiendo por primera vez en días un silencio… un silencio suyo.
Le duraría poco.
Las puertas de la vieja muralla estaban medio derrumbadas, cubiertas de líquenes negros y cruces astilladas.
A un lado, un par de antorchas se consumían, lanzando una bruma acre que se mezclaba con el hedor de la pestilencia.
Evaristo respiró hondo, sintiendo cómo el demonio se revolvía, agazapado en un rincón de su mente.
—La siento… la aberración se filtra por cada piedra. Sigue caminando, humano — murmuró el Señor de las Moscas, como si degustara el aire pútrido.
Avanzó, hundiendo las botas en charcos de agua estancada.
Los adoquines estaban resquebrajados, cubiertos de musgo y rastros secos de sangre vieja.
A cada lado de la calle, sombras se encogían.
Figuras envueltas en harapos mugrientos lo observaban desde portales derruidos y callejones estrechos.
Mendigos de rostros deformes: algunos tenían llagas abiertas que supuraban pus verdoso, otros mostraban protuberancias negras en la piel, como quistes que latían al ritmo de un corazón podrido.
Un hombre sin ojos, apenas cubierto por un manto de sacos rotos, extendió una mano esquelética cuando Evaristo pasó a su lado.
Los dedos parecían raíces secas, moviéndose como si buscaran alimento.
Más adelante, una mujer que parecía estar en oración susurraba salmos incomprensibles mientras abrazaba un bulto informe: un bebé muerto, hinchado de gusanos.
A lo lejos, un perro famélico mordía la carne de un cadáver olvidado.
El hedor de la carne pútrida se mezclaba con la pestilencia de las fogatas improvisadas.
Cada rincón exhalaba un olor a humanidad rota.
Evaristo caminó despacio, sintiendo que cada mirada se clavaba en su espalda.
Un mendigo deformado, con una máscara de cuero pegada a lo que quedaba de su rostro, le soltó una carcajada húmeda.
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Editado: 24.07.2025