El caballero del Pecado

Capitulo 4: El aliento de la cripta

Evaristo se plantó ante el portón principal de la cripta.
Un arco de piedra carcomida, decorado con relieves de ángeles con rostros borrados por la humedad y el musgo.
Del interior salía un viento helado que se enroscaba por los resquicios de su armadura, agujereando cada rincón de su carne como agujas de escarcha.

Tiritó, no por miedo —o eso quería creer— sino porque sentía que sus huesos se volvían frágiles bajo ese soplo maldito.

Demonio… este frío no es normal.

¿Es obra de algún Vinculado? —preguntó, los dientes golpeándose entre sí.

El Señor de las Moscas soltó una risita zumbante.

No eres tan tonto, humano… Efectivamente así es.
Un Vinculado con este poder ya no es un charlatán de aldeas.
Juzga por la corrupción que respira este lugar: se necesita un torrente inmenso para doblegar el clima mismo.

Evaristo cerró la mano sobre la empuñadura de su espada.
Las runas torcidas grabadas en su hoja parecieron latir un instante, sedientas.

El demonio prosiguió, esta vez con un tono entre burlón y casi paternal:

—Ten en cuenta algo, Evaristo…
Ahora no eres ni la sombra de lo que fuiste esa noche.
La sangre de los inquisidores, su fe retorcida, su terror…
todo eso me alimentó, y a ti también.
Ahora eres apenas una fracción de lo que fuimos juntos.

Evaristo respiró hondo, dejando que la escarcha quemara sus pulmones.

No importa… — murmuró, sintiendo el metal helado rozar su barbilla —
…fracción o no… mientras pueda cortarles la lengua a esos bastardos, será suficiente.

Un segundo viento silbó desde el interior.
Era distinto, cargado de un aroma ácido, a carne muerta que fermenta bajo tierra.
Y entre ese viento, juraría haber escuchado una risita infantil.
Un eco lejano, como si Lucía lo llamara desde la negrura de los túneles.

El demonio se reacomodó en su cráneo.

Qué melodioso suena el miedo cuando lo mezclas con esperanza, humano…
Adelante, entonces. Abre la puerta y escucha los secretos que guardan los muertos.

Evaristo apoyó la mano en la madera podrida del portón.
Bajo su palma sintió un pulso leve, como un corazón atrapado dentro de la piedra.

Empujó.
El umbral crujió, liberando un aliento de cripta que apagó hasta las antorchas que aún chisporroteaban afuera.
Y Evaristo dio su primer paso hacia el vientre del Cementerio de los Mil Silencios.

La entrada principal a la Cripta de los Mil Silencios se alzaba ante Evaristo como la boca de una bestia dormida.
Un arco de piedra húmeda, cubierto de enredaderas negras y símbolos grabados con manos temblorosas.
En el centro, colgaba un sello: un simple talismán de madera, incrustado con clavos oxidados y envuelto en hilos de tripa seca.
De él rezumaba un hedor rancio, a sudor y sangre vieja, suficiente para espantar a cualquier alma cuerda.

Evaristo sintió cómo la piel de su nuca se erizaba.

Un sello, sin duda gruñó, pasando un dedo enguantado por los símbolos que parecían retorcerse bajo su tacto.
Vinculados… juegan a encerrar a lo que no entienden.

Mientras hablaba, su mano libre sujetó la espada.
Un leve calor le recorrió el brazo, latiendo con un ritmo lento, casi como un corazón podrido que despertara.

—Demonio… — murmuró con la mandíbula tensa,
—¿qué significa esto? Esta hoja… palpita.

La risa del Señor de las Moscas llegó envuelta en un eco de moscardones.

¿No lo comprendes, Evaristo?
Tu espada, tu armadura… hasta tu carne ahora… todo es un fragmento de mí.
Y la espada tiene hambre.
Hambre de carne, de fe corrompida, de grietas que se abran para parir aberraciones.

El caballero soltó un gruñido sordo.
El filo temblaba en su mano, ansiando desgarrar la barrera que protegía aquel agujero del mundo.

Entonces que se alimente… siseó entre dientes,
y alzó la espada por encima de su cabeza.




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