El caballero del Pecado

Capitulo 7: Repercusiones

Evaristo miró alrededor, respirando como si el aire se le escapara por grietas en sus costillas.
Sentía que algo se había desprendido de su pecho, algo podrido, algo demasiado viejo.
Estaba solo en la cripta.

Los cuerpos de los Vinculados yacían deshechos entre las sombras, y las antorchas de los Inquisidores se habían apagado, como si la cripta misma los hubiera devorado.
Con un esfuerzo que le arrancó gruñidos de dolor, se arrastró por los escalones, su armadura chirriando como un ataúd que se abre.
Se apoyó en la espada para salir.
Y entonces lo vio.

Por primera vez en lo que parecían siglos…
…los tonos verdes mancharon la tierra maldita.
Las raíces que antes se retorcían como gusanos brotaban ahora en hojas frescas.
El pasto alto acariciaba sus grebas de hierro.
Los árboles florecían como si la primavera hubiera recordado este rincón olvidado.
Y en lo alto… pájaros. Pájaros reales, revoloteando en el viento tibio, entonando cantos frágiles como un milagro.

Evaristo sintió que sus piernas temblaban.
Se dejó caer de rodillas.
Acarició un tallo, sintiendo la savia viva rozarle la palma.

Un susurro se filtró desde lo más hondo de su mente — una voz exhausta, casi resignada.

…ni siquiera yo puedo enjaular la vida para siempre, humano…—murmuró Satanás, desde su interior.

Pero Evaristo no respondió.
Por un instante, olvidó la Ira.
Olvidó a Belfegor.
Olvidó su carne podrida.

Por un instante… recordó a Lucía, corriendo entre campos como ese, su risa brillando entre la hierba.

Evaristo sintió que la brisa tibia se congelaba cuando la voz rasposa cortó el canto de los pájaros.

Esta es la consecuencia de vencer al Pecado que pudría los cimientos de estas tierras, Evaristo… —dijo la Madre Ciaga, emergiendo de entre los árboles, rodeada de cuervos que se posaban en sus hombros como ornamentos fúnebres.

El caballero giró la cabeza apenas, sus ojos inyectados de fatiga y la espada aún firmemente apoyada en el suelo.

¿Qué haces aquí, vieja? —gruñó.

La anciana sonrió. Sus encías podridas se asomaron cuando se llevó una uña amarillenta a la comisura de la boca.

Yo solo observo tu viaje, caballero… Siempre me conmueven estas historias… —su voz se quebró en una risa húmeda, casi maternal—. Historias de rescate… de amor puro que busca florecer entre la carroña.

Evaristo apretó los dientes. Su mano temblorosa acarició el grabado de la empuñadura.
Lucía… su pequeña Lucía… todavía fuera de su alcance.

Habla —espetó, con un nudo ardiendo en su garganta—. ¿Qué quieres decir con “recompensarme”? ¿Qué sabes de mi hija?

La Madre Ciaga dio un paso adelante. Los cuervos graznaron al unísono.
Sus ojos vacíos —o quizás más abiertos que los de cualquier otro mortal— brillaron como carbones encendidos.

Me mandaron a darte algo que aún no comprendes… —chasqueó la lengua—. La niña vive, Evaristo. Pero no es la misma. El Pecado que venciste era solo uno de los pilares. Hay otros… y uno de ellos la guarda ahora como una llave.

El caballero sintió que las rodillas se le doblaban.
El campo, por un segundo, pareció marchitarse otra vez.

—¿Dónde? —siseó—. Dime dónde está. ¡Dímelo!

La anciana se inclinó, tan cerca que Evaristo pudo oler la pestilencia de carne podrida entre los pliegues de su túnica.

Santa Argentzia aún sangra por debajo, caballero… —susurró, clavándole la profecía como una daga—. Búscala donde el orgullo retuerce la voluntad de los hombres…
Donde la Envidia se alimenta de todo lo que no puede poseer.

Los cuervos alzaron el vuelo en una ráfaga de plumas negras.
Sus dedos nudosos trazaron un símbolo en el aire, uno que El caballero reconoció de las runas malditas en su piel luego se desvaneció entre la bruma como un mal recuerdo.

Evaristo… sintió cómo la Ira y la Esperanza se trenzaban dentro de su cráneo.
Ahora sabía que su cruzada no había terminado.
Y que otro Pecado lo esperaba.

Tan pronto como la silueta de la Madre Ciaga se disolvió entre la bruma, Evaristo sintió un ruido de botas pisando la hierba humedecida.
Instintivamente llevó la mano a la empuñadura, pero la espada tembló junto con su brazo extenuado.

Una figura emergió de detrás de un roble retorcido, envuelta en un manto de inquisidor, con el crucifijo colgando y manchado de hollín.

Tú… tú… —balbuceó el joven inquisidor, dejando escapar un suspiro que contenía meses de miedo y fe tambaleante—. Por fin apareciste.




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