El caballero del Pecado

Capitulo 8: Sombras de la Santa Sede

Tras un día de descanso en la casa humilde de Dubrosa, donde Evaristo soñó con campos verdes y la risa de Lucía, el joven inquisidor lo convenció de buscar respuestas en la Santa Sede.

Dubrosa avanzaba por las calles de Sancta Argentzia, el peso de Evaristo apoyado en su hombro como una cruz de hierro, las palabras de Madre Ciaga resonaban en su mente: “Búscala donde el orgullo retuerce la voluntad de los hombres… donde la Envidia se alimenta de todo lo que no puede poseer.”

El caballero apenas hablaba, su respiración un silbido roto entre los vendajes. La ciudad, antes un cadáver supurante, ahora respiraba: los cerezos florecían, las campanas tañían con timidez, y los niños corrían tras un aro de madera. Pero bajo la brisa tibia, Dubrosa sentía un escalofrío, como si la tierra aún escondiera venas negras.

La Santa Sede se alzaba al final de la avenida, un coloso de piedra negra. Las puertas, talladas con ángeles decapitados, crujieron al abrirse. El aire olía a cera quemada y a algo más viejo, como carne olvidada en un altar. Los vitrales mostraban santos con rostros altivos, sus coronas reluciendo con un orgullo que parecía burlarse de los vivos. En las sombras, los espejos rotos del altar reflejaban destellos verdes, como ojos que codiciaban lo inalcanzable.

Dentro, el silencio era un juez. Dubrosa guió a Evaristo hasta un banco de madera carcomida, bajo un crucifijo torcido que parecía mirarlos con desprecio. El caballero se dejó caer, su armadura resonando contra la piedra. Satanás, silencioso en su mente, era una sombra acechante.

—Quédate aquí —murmuró Dubrosa, su voz temblando bajo el peso de su propia fe—. Iré a buscar a Fray Anselmo. Él sabrá qué hacer.

Evaristo apenas asintió, sus ojos fijos en un vitral donde un ángel caía, sus alas rotas devoradas por llamas pintadas. Dubrosa se alejó, sus botas resonando en el pasillo.

En la sacristía, Fray Anselmo lo esperaba, encorvado sobre un pergamino, su rostro surcado de cicatrices como un mapa. Sus ojos, pequeños y febriles, se alzaron hacia Dubrosa con una mezcla de desprecio y envidia.

—Hellsing —escupió, como si el nombre fuera una maldición—. ¿Traes al blasfemo contigo? ¿Al hombre que lleva al Maligno en sus entrañas?

Dubrosa tragó saliva,

—Mi familia ha protegido la frontera por siglos, Anselmo. No eres tú quien me juzgará.

—Es Evaristo, el caballero que venció a Belfegor. La ciudad respira por él. Merece una oportunidad.

Anselmo rió, un sonido seco como ramas quebrándose.

¿Oportunidad? La Santa Sede no da oportunidades a los que pactan con demonios. Pero… —sus ojos brillaron, un destello verdoso que hizo retroceder a Dubrosa— …hay algo que debes saber.

El fray se inclinó, su aliento rancio impregnando el aire.

—Cerca del lugar del ritual, donde la cripta se hundió en la podredumbre, encontramos a una niña. Apenas ayer. Estaba sola, cantando una nana rota, con un lazo azul descolorido en el cabello.

El corazón de Dubrosa dio un vuelco. Lucía. La hija de Evaristo. Pero algo en la voz de Anselmo, en la forma en que sus dedos se retorcían, lo hizo dudar.

—¿Dónde está? —preguntó, su voz apenas un susurro.

El fray miro al inquisidor a los ojos, los suyos reflejaron un tono esmeralda, casi espectral y murmuro...

El gran Hellsing necesita ayuda? Tu estuviste presente en la caída de un grande como lo es Belphegor, yo tenia que haber estado ahí...Todos mis años de investigación de la aberración ahora no tienen sentido... por ustedes dos...

Anselmo señaló hacia una puerta al fondo, sellada con cadenas y runas.

Bajo llave. No es… normal. Sus ojos, Hellsing. No son de este mundo. Hay algo en ella que nos observa, que nos quiere.

Un escalofrío recorrió la espalda de Dubrosa. Envidia. La palabra de Madre Ciaga resonó en su mente: “Búscala donde la Envidia se alimenta de todo lo que no puede poseer.”

Antes de que pudiera responder, un grito de niña atravesó la sede, no era de dolor, sino de furia. Los vitrales temblaron, y un viento helado barrió el polvo de los altares. Anselmo retrocedió, murmurando oraciones, mientras Dubrosa corría hacia la puerta sellada.Al escuchar el alarido infantil, Evaristo alzó la cabeza, sus dedos apretando la empuñadura de la espada, como si el nombre de Lucía ardiera en su sangre.

Al abrirla, la vio: una niña pequeña, de pie en un círculo de velas apagadas, su lazo azul colgando como un harapo. Sus ojos eran pozos verdes, brillando con una codicia que no pertenecía a un niño. Cantaba, pero su voz era un eco de mil gargantas, susurrando nombres que Dubrosa no conocía.

Lucía… —murmuró, su mano temblando sobre el crucifijo.

La niña giró la cabeza, su sonrisa torcida como una grieta en la piedra




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.