El caballero del Pecado

Capitulo 9: Espejos de la envidia

Evaristo corrió hacia la cámara, el eco de las palabras de Satanás

Leviatán tiene al cordero, humano— resonando en su mente.

A mitad de camino, Fray Anselmo se interpuso, su risa rota y sus ojos brillando con un fulgor esmeralda.

— No puedes pasar, caballero… ella está trabajando— escupió, su voz cargada de envidia.

—¡Yo debí estar allí, no tú, cuando Belfegor cayó!

Satanás desenfundó la espada de Evaristo con un rugido, y de un corte limpio, la cabeza de Anselmo rodó por el suelo, sus ojos verdes apagándose como brasas.

Este hombre ya estaba perdido, humano—susurró el demonio.—Mi hija no suelta lo que reclama

Evaristo abrió la puerta sellada, su corazón latiendo como un tambor. En la cámara, Dubrosa estaba arrodillado entre espejos rotos, su crucifijo colgando flojo en su mano. No había rastro de la niña, solo un zumbido que vibraba en las paredes. Los espejos reflejaban a Evaristo: con Lucía bebé, aprendiendo a caminar, rezando por primera vez bajo su guía.

—¿Qué… es esto?— murmuró, su voz quebrada.

De un espejo emergió la niña del lazo azul, envuelta en un fulgor verde pero cálido.

—Hola, padre— dijo, su voz más tierna que cualquier recuerdo.

—Sabía que volverías por mí.—Era Lucía. Evaristo corrió hacia ella, las lágrimas quemándole los ojos.

—No… no es ella…— La voz de Dubrosa, apenas un susurro, cortó el aire. Arrodillado, apretó el crucifijo, su rostro contorsionado por un dolor que no era físico.

—¡No la escuches, Evaristo!— Su fe luchaba contra el zumbido que roía su alma, sus ojos brillando con una chispa de resistencia.

La niña giró hacia Dubrosa, su sonrisa torciéndose.

—Quieres ser más que un Hellsing, ¿verdad? Puedo darte lo que él nunca tendrá: la gloria eterna.

Los espejos mostraron a Dubrosa coronado por la Santa Sede, un héroe venerado, pero sus reflejos tenían ojos verdes, devorándolo con envidia.

Dubrosa alzó el crucifijo, su voz temblando pero firme.

—¡No eres Lucía!— Una luz pálida brotó, quebrando el zumbido. La niña gritó, su forma disolviéndose en un enjambre verde que se filtró por los espejos. Un espejo intacto destelló, mostrando un palacio de mármol roto, donde una figura con el lazo de Lucía lloraba bajo un trono cubierto de ojos verdes.

Evaristo se acerco a ese espejo donde estaba la figura de Lucia, Satanás tomo control del cuerpo del caballero y con su mano atravesó ese espejo, llegando al reino de la envidia.

El reino de la Envidia era un abismo de espejos rotos, un océano petrificado donde cada fragmento reflejaba un deseo robado. El aire olía a sal y óxido, como si el mundo entero hubiera sido sumergido y olvidado bajo un mar de rencor. Evaristo dio un paso, el suelo crujiendo bajo sus botas, no de cristal, sino de conchas aplastadas y huesos blanqueados que se hundían en un lodo verde y viscoso. Cada respiración era pesada, como si el reino mismo intentara ahogarlo en su codicia.

Alrededor, los espejos flotaban, suspendidos en un vacío que palpitaba con un zumbido constante, como un enjambre de avispas hambrientas. Algunos eran altos como catedrales, otros pequeños como dagas, pero todos estaban fracturados, sus bordes afilados goteando un líquido esmeralda que siseaba al tocar el suelo. En cada reflejo, Evaristo veía a Lucía: riendo en un campo que nunca existió, corriendo hacia él con los brazos abiertos, o rezando bajo su guía, su lazo azul brillando como un faro. Pero los reflejos mentían. Sus ojos eran verdes, no los de su hija, y sus sonrisas se torcían en muecas de envidia, susurrando: “¿Por qué ella? ¿Por qué no yo?”

El orgullo lo golpeó como una ola. En un espejo, Evaristo se vio a sí mismo como un caballero glorioso, coronado por la Santa Sede, con Lucía a su lado, venerado por todos. Pero el reflejo cambió, mostrando a Dubrosa en su lugar, un Hellsing alzado como héroe, mientras Evaristo se desvanecía en sombras. “Búscala donde el orgullo retuerce la voluntad de los hombres…” Las palabras de Madre Ciaga resonaron en su mente, y apretó la espada, su corazón desgarrado entre amor y furia.

Sombras verdes se deslizaban entre los espejos, sin forma pero vivas, susurrando nombres que no conocía, deseos que nunca admitió. Una risa infantil, rota como cristal, resonó en el vacío, y el suelo tembló, como si el reino entero estuviera vivo, alimentándose de su dolor.

—Lucía…— murmuró Evaristo, su voz un eco en el abismo.

Pero el zumbido respondió:

—Ella tiene lo que yo nunca tendré.

El caballero avanzaba por el reino, y con cada paso sentía como almas anhelaban apresarlo por los pies, sin embargo, continuó su marcha hasta alcanzar una catedral de mármol, la misma que había contemplado en el reflejo del espejo. Con firme determinación, empujó la puerta; al fondo, en un altar, la vislumbró: era Lucía y, al mismo tiempo, no lo era.

—Por que esta aqui padre!!! para volver a encerrarme? Tanto me odias?— la niña lloraba mientras gritaba.

Leviatan... por que haces esto? Que es lo que buscas con la hija del humano?

—yo...yo...quiero lo que ella tiene, quiero un padre que se preocupe por mi, quiero que me salve, quiero que aunque sepa que no va a sobrevivir, de todo por mi!!!—sollozaba Leviatan.




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