Finalmente llegaron al final del túnel. Sin pensarlo, saltaron hacia la luz que los cegaba, cayendo de golpe en un pequeño lago a las afueras de la ciudad.
Evaristo emergió primero, jadeando. Se apresuró a poner a Lucía a salvo sobre la orilla cubierta de musgo. Luego ayudó a Dubrosa a salir del agua, quien resbaló torpemente al intentar levantarse con dignidad.
— Satanás, tu hija esta de nuestro lado?— pregunto Evaristo, al ver que inconscientemente uso el poder esmeralda que relacionaba al pecado
— Mi hija esta de mi lado, humano, y yo estoy del tuyo... ahora que estamos juntos somos mas fuertes, pero tienes que esta atento, ahora concentramos mas aberración, y los demás demonios lo pueden sentir— comento Satanás
— ¿Le puedes preguntar como encontró a lucia?— pregunto un poco temeroso el caballero.
Satanás guardo silencio unos instantes, de pronto una voz de niña sonó en la cabeza de Evaristo
—Hola caballero— dijo entre risas tiernas Leviatan.
— Me prometieron que si me llevaba el cuerpo de Lucia... nunca se separarían de mi, y en cierta forma me funciono jajaj
— ¿Quien te dijo eso Leviantan?— Pregunto Evaristo
Envidia dejo de hablar, como si tuviera prohibido decir quien la envió y cual era su objetivo.
El caballero sintió un leve dolor en el cuerpo y la voz de Satanás salio de su boca
— Habla Envidia— dijo Satanás, ordenando a su hija.
— Fue...fue Lucifer
—Lucifer...el primero en arrancar un pedazo de mi esencia cuando me traicionaron.— El demonio contenía ira en cada palabra.
Dubrosa, con el ceño fruncido y los labios apretados, interrumpió:
—¿Y para qué querría a Lucía? ¿Por qué poseerla?
—Para vinculación. —contestó Satanás—. Tal vez desea hacerla su avatar. Convertirla en un recipiente eterno. Su llave para cruzar entre mundos.
—Lucifer no es como cualquier otro pecado, el solo quiere lo mejor, muy pocas veces se manifestó en carne, pero cuando lo hace busca al ser mas puro.
Evaristo levanta la voz
— Pero mi hija no es el avatar de Leviatan?— pregunto
— No humano, yo solo tome la forma de tu hija en mi reino, mi avatar esta encarcelado... en el fondo del océano, no los culpo por eso, ahora que estoy junto a Satanás me doy cuenta que cause mucho daño, e incluso mi influencia sigue afectando a los hombres... piratas les llaman ustedes.
Dubrosa se sentó en un tronco cercano, había una pregunta que le rondaba en la mente hace bastante tiempo...
— ¿y...Jesús? ¿El era un avatar?— pregunto el Hellsing
—Ese hombre... fue la encarnación de mi padre, el único que ha existido hasta la fecha. Él anhelaba poner a prueba si su más espléndida creación podría resistir la seducción de los pecados capitales; un tanto arrogante de su parte, diría yo, jaja.
El aire sobre el lago era fresco, un susurro limpio que mecía las hojas nuevas de los sauces torcidos en la orilla. El agua, turbia pero salpicada de reflejos plateados, parecía haber lavado algo más que el polvo de la cripta de Sancta Argentzia. Había un silencio frágil, como si la propia tierra contuviera el aliento, temerosa de romper la calma que envolvía a Evaristo y Lucía.
Dubrosa, sentado en un tronco musgoso, permanecía callado, sus manos apretando el crucifijo que colgaba de su cuello. Sus ojos, todavía marcados por el fulgor esmeralda de Leviatán, se perdían en el horizonte, donde las murallas rotas de la ciudad se recortaban contra un cielo que, por primera vez en años, parecía libre de nubes venenosas. Pero su mente seguía girando en torno a la pregunta que había soltado como un guijarro al agua: Jesús… ¿un avatar? Las palabras de Satanás aún resonaban, un eco que le quemaba la fe como ácido en una herida abierta.
Lucía, recostada contra el pecho de su padre, dejó escapar un susurro débil, apenas un hilo de voz que cortó el silencio como un cuchillo romo.
—Pa… pá…
Evaristo se inclinó al instante, sus manos enguantadas temblando mientras la tomaba en brazos. La armadura oxidada crujió, y un leve zumbido, como de moscas atrapadas, vibró en el aire cuando sus dedos rozaron el lazo azul descolorido de la niña. Sus ojos, inyectados de sangre y sombras, buscaron los de Lucía, temiendo encontrar en ellos el brillo verde de Leviatán. Pero no. Eran los ojos de su hija: oscuros, humanos, llenos de una inocencia que él ya no recordaba cómo sostener.
—Lucía, hija mía… ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes? —Su voz salió áspera, rota por el peso de un millar de pecados que no eran del todo suyos.
Lucía giró la cabeza, sus pequeños dedos jugueteando con los bordes de un vendaje sucio que asomaba bajo la greba de Evaristo. Miró alrededor, al lago que lamía la orilla, a los sauces que se mecían como viudas en luto, y frunció el ceño, confundida.
—¿Ya no estoy enferma, papá?
Evaristo la observó con atención, su corazón latiendo con un dolor que no podía nombrar. La piel de Lucía, antes pálida y surcada por venas negras que palpitaban con la corrupción de la aberración, ahora parecía limpia, casi luminosa bajo la luz suave del atardecer. Los rastros de la posesión —el hedor dulzón, los susurros que escapaban de su garganta— se habían desvanecido, como si el agua del lago hubiera purificado lo que el Pecado había mancillado. Pero Evaristo sabía que no era tan simple. Él mismo cargaba la marca de Satanás, y cada paso que daba lo hundía más en una carne que ya no le pertenecía del todo. ¿Por qué ella, entonces? ¿Por qué el Pecado la había sanado, cuando a él lo consumía?
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Editado: 24.07.2025