--------------------Edgar--------------------
Tres semanas antes de que Nadia me cambiase la vida, tres semanas antes de aquel día en el parque empezó todo.
Eran días normales, días aburridos y grises, esos en los que uno desea que ocurra algo, por poco que sea, interesante.
El lunes de esa semana me levanté como todos los lunes, sin ganas de nada, me preparé un café, y me senté en el sillón, era un lugar perfecto, mi lugar preferido. Me había mudado ya hacía casi un año y todavía no había comprado ninguna televisión, no me hacía falta, tenía el sofá mirando la ventana y contemplaba el paisaje, esa mañana ya había amanecido y la imagen era preciosa, los rayos de sol perfilaban la silueta de la Sagrada Familia. El sol, situado entre las cuatro cúpulas, hacía que pareciese que la basílica quisiera proteger al sol. El cielo azul y los arboles verdes. Era perfecto. Me estaba empezando a gustar el día, era verano, habían terminado ya las clases, pero a esas horas no hacía calor. Mi boca se estaba tornando en una sonrisa cuando me acordé que había quedado con mi mejor amigo para hacerle de guía turístico por la ciudad con su familia "qué bonitas fotos vais a sacar" suspiré.
Me mudé a Barcelona porque ya estaba harto de Madrid, y la verdad, me estaba empezando a gustar aquel lugar, nunca pensé que las cosas se torcerían tanto...
-Qué remedio...- suspiré dejando el café en la mesa y poniéndome los zapatos.
Habíamos quedado en la puerta de la Sagrada Familia. No estaba lejos de mi casa, pero no me apetecía andar y cogí el autobús que dejaba al lado de la basílica. En el autobús quedaban pocos asientos y me senté en el primer sitio que vi. Una joven estaba apoyada en la ventana y miraba el exterior. Su mirada, humilde y sincera, volaba con las aves en el cielo. Ni siquiera se dio cuenta cuando me senté a su lado. Ella seguía con las aves, en otro mundo.
Tres paradas son las que hay de mi casa a la basílica, y en ese tiempo, la chica no apartó la mirada de la ventana. Solo cuando llegamos a la Sagrada Familia y me levanté, me miró. Sus ojos me traspasaron el alma y sentí que me atrapaba en su laberinto, que en ese momento conocía todos mis secretos.
Demasiado sol y demasiada gente en la calle.
-Hola Edgar- me saludó eufórico Diego Santos.
La última vez que nos vimos fue hace un año, y no había cambiado en nada, seguía siendo el mismo tonto de siempre, el gracioso de la clase cuando íbamos al instituto. Su familia, físicamente no se parecía en nada a él, él era bajo, pelo negro y de ojos castaños, su familia, al contrario, eran medianamente altos y rubios de ojos azules.
Primero, tras un abrazo con el que casi me asfixia, me presentó a su hermano pequeño, era más alto que él, pero tenía una cara graciosa, sincera. Me ofreció la mano y yo se la estreché.
Ahí comenzó la andadura que me ha llevado hasta donde estoy ahora. En ese preciso instante.
Me dio la mano y todo a nuestro alrededor empezó a emborronarse y a volverse negro. Una voz profunda, muy grave empezó a sonar en mi cabeza, solté la mano. En unos segundos volvió todo a la normalidad. Miré raro, desconcertado, al hermano de Diego.
-¿Estás bien?- me pregunto Santos.
-Sí, sí, no es nada, habré dormido poco... jajaja- quité importancia.
-Bueno, qué, ¿por donde empezamos? ¿Entramos a la Sagrada Familia?- ofrecí mientras no apartaba la mirada del hermano de Diego.
-Vamos- soltó la madre de Diego con ganas.
Entramos, todo igual que siempre, todo en su sitio, ningún cambio, todo un aburrimiento. Pero como buen guía les enseñé todo tal y como me lo había aprendido con el tiempo.
Cuando acabamos el recorrido por la ciudad ya estaba anocheciendo. Los padres habían sido muy majos y generosos invitándome a comer con ellos, pero el hermano de Diego había sido un poco raro, no había dicho una sola palabra en todo el día, no se había sorprendido por nada, y no había quitado su mirada de mi.
Después de comer en un restaurante no muy lejos de mi casa, me dirigí al baño, y cuando estaba allí, entro el hermano de Santos. Me miraba, pero no decía nada y me empecé a poner nervioso.
-¿Qué quieres?- no encontré respuesta.
A la tercera vez que pregunté, desistí y salí del baño.
Tras un breve paseo para ver algunas partes de la ciudad de noche nos tuvimos que despedir.
-Me he alegrado de verte, hacía tanto tiempo...- soltó Diego Santos como despedida mientras me asfixiaba con su abrazo.
-Yo también me alegro- respondí.
Me despedí de los padres y el hermano de Diego me cogió del brazo, volvió a pasar lo mismo que cuando le estreché la mano, todo se tornó oscuro y borroso. Esta vez no pude soltarme, y la voz grave empezó a sonar en mi cabeza.
-¿Quién eres Edgar? ¿sabes quién eres?- retumbó su voz
-¿Quién eres tú?- grité cerrando los ojos. Cuando los abrí, la oscuridad había desaparecido, el hermano pequeño estaba en el suelo y Diego y sus padres me miraban desconcertados.
Diego se acercó y me dijo enfadado:
-Será mejor que te vayas-
Yo, confundido, miré al hermano y fui retrocediendo y me marché de aquella rara escena sin saber lo que había ocurrido.
Días más tarde, cuando ya los hechos los tenía algo más claros, aunque no los acababa de comprender, intenté contactar con Diego, pero no me cogía el móvil.
Así fue cómo Diego Santos, mi mejor amigo desde la infancia se enfadó conmigo. Y así es como empezó todo.