Desde aquella noche, el mundo cambió. Los acontecimientos ocurridos en Lima, Perú, el 31 de octubre fueron denominados “La catástrofe de Halloween”, en la cual más de 100 personas perdieron la vida y alrededor de 150 resultaron gravemente heridas. Diversos eventos comenzaron a suceder alrededor del mundo: en Italia encontraron a un grupo de Strega, en Francia la legendaria bestia de Gévaudan se manifestó frente a los pobladores de la "ciudad de las luces", en África fue visto cerca de un hospital el ser conocido como Tokoloshe, y en Lima apareció aquel llamado por muchos Pishtaco.
El mundo reportaba que cada mito y leyenda escrita en la historia de la humanidad parecía volverse real. Paralelamente, diversos grupos que durante años se creían ocultos o parte de conspiraciones comenzaron la cacería de estos seres. El mundo había cambiado. La civilización, las reglas del juego… todo se había transformado en una lucha por la supervivencia.
Se decía que el Vaticano estaba planteando reactivar la antigua Orden de los Templarios. Mientras tanto, las muertes provocadas por estos seres olvidados por el paso del tiempo seguían en aumento. Sin embargo, a Arnold nada de esto le interesaba. En su habitación, sostenía el último regalo de su madre: un accesorio de su disfraz para esa fatídica noche, una hoja oculta manchada de sangre... no solo de ella, sino también de sus amigos.
—Mamá… —Su voz temblaba mientras se echaba en su cama, abrazando aquel regalo. Recordaba una canción que su madre solía cantarle de niño, una que le pedía nunca olvidarla, amarla hasta el fin de su vida—. Mamá...
El joven comenzó a llorar. Un grito desgarrador resonó en aquella casa que alguna vez había sido hogar para tres personas y ahora solo albergaba a dos.
—Arnold… —Su padre abrió lentamente la puerta de su habitación. Sus ojos rojos y brillantes eran testigos de un dolor que ambos compartían. Sin embargo, sacó fuerzas de donde no tenía y se acercó a su hijo—. Sácalo, hijo. Sácalo todo.
El grito de su hijo, cargado de dolor por haber perdido a su madre frente a sus ojos, se mezclaba con su propio llanto silencioso. En su pecho Arnold cargaba la culpa de no haber podido hacer nada para salvarla, ni a ella ni a sus amigos. Su padre, compartiendo ese pesar, lo abrazó con fuerza. La habitación, que alguna vez fue de un azul cielo, ahora se sentía gris, opresiva.
—Es mi culpa, papá. Yo pedí ir a ese parque… Es mi culpa.
Aquellas palabras fueron como un puñal en el corazón de su padre, quien negó rotundamente con la cabeza. Comprendía el peso de la culpa que cargaba su hijo porque él mismo sentía lo mismo.
—Hijo, por favor, no te culpes por esto —le dijo, besándole la cabeza. Intentó mantenerse fuerte. En su mente repetía que debía ser el pilar para su hijo, que tenía que cargar con todo el dolor en silencio para poder darle esperanza—. Arnold, nada de esto es tu culpa.
—Cuando cierro los ojos, papá… Puedo ver ese momento. Podía tomar la mano de mamá y jalarla hacia nosotros para que no… para que no… —Arnold no pudo terminar la frase. Odiaba decirlo, odiaba enfrentarlo.
Su padre entendió. Veía a través de los ojos de su hijo la misma agonía que él sentía. "¿Qué hubiera pasado si...?", "¿Y si hubiera hecho esto o aquello…?" Eran pensamientos que atormentaban a ambos.
Con el poco aliento que le quedaba, el padre de Arnold lo abrazó con fuerza mientras el joven se ahogaba en su propio llanto.
—Es hora, Arnold. Debes cambiarte —le dijo, limpiándole las lágrimas—. Es momento de despedirnos de tu madre.
Arnold no quería ir al entierro. No quería despedirse de su madre. Pero, forzándose, obligó a sus piernas a moverse. Su padre le dio tiempo para cambiarse. A pesar de estar entrando en la adolescencia, Arnold se sentía como un niño pequeño, deseando que todo esto fuera un sueño. Sabía, sin embargo, que no lo era.
Antes de salir, tomó su cuaderno. En la tenue luz del mediodía escribió una carta que dejaría en el nicho de su madre:
Mamá,
No sé ni por dónde empezar… Todo lo que quiero es abrazarte otra vez, pero no puedo. Mamá, a veces cierro los ojos con tanta fuerza, tratando de imaginar que vuelves, que me llamas para desayunar juntos o para sentarnos a almorzar. Pero no importa cuánto lo desee, sé que eso no va a pasar.
El último regalo que me diste... lo abrazo como si mi vida dependiera de ello. Me quedo horas con él entre mis brazos, esperando que, de alguna manera, me lleve al pasado, al momento en que me lo diste. Pero solo es un recuerdo, uno más que me duele.
Mamá, hay tantas cosas que nunca te dije. Te extraño más de lo que las palabras pueden explicar. Extraño tus "buenas noches" y tus "buenos días". Extraño hasta tus regaños cuando hacía algo mal. Sé que a veces no fui el mejor hijo. Que mis notas no eran buenas, que prefería quedarme jugando en vez de estar contigo. Perdóname por todo, mamá. Perdóname por no ser mejor para ti cuando más lo necesitabas.
Recuerdo cuando era más pequeño y pensaba que siempre estarías ahí, que nunca te irías. Pero ahora no estás, y me siento tan solo, mamá. No sé qué hacer sin ti, no sé qué decir, no sé cómo seguir. Me siento como un niño pequeño que no entiende nada, que no sabe nada, y lo único que quiere es que su mamá lo abrace y le diga que todo estará bien.
Por favor, mamá, no me olvides. Donde sea que estés, no me olvides. Porque yo nunca te voy a olvidar. Te llevo conmigo, en cada paso, en cada pensamiento. Pero no puedo dejar de pensar que ya nunca voy a ver tu sonrisa otra vez.