El Canto de la Sirena

Capítulo 6

6

Una noche, antes de terminar con mi turno en el hospital, nos avisaron que un barco se había estrellado en las costas de la playa, que era una emergencia y que debíamos preparar las salas y estar listos para recibir a quienes se habían salvado, que esto no sucedía hace años. Pero no resistí y fui hacia el barco que había producido semejante tragedia, vi un centenar de personas, entre ellas, oficiales de policía, gente que sólo se había acercado para ayudar, y algunos marineros que estaban en la zona, como era costumbre. Había fuego y cosas tiradas en la arena, personas inconscientes en el suelo, maletas, bolsos, ropa esparcida por todas partes, las luces de los carros que habían parado a ver qué era lo que estaba sucediendo y fue allí, en ese mismo momento, cuando estaba socorriendo a una señora que tenía una pierna quemada, cuando la vi. Estaba parada con su piel desnuda cubierta de ollín y sus cabellos rojizos pegados a sus espaldas, sus pies descalzos y sus manos al pecho, giraba su cabeza de vez en cuando, y así fue que pude ver sus ojos. No veían a los míos, estaban absortos, y sus labios eran los mismos que una vez me habían salvado, tan rojos como los había visto, una enfermera que me había acompañado hasta la playa terminó de hacer las primeras curaciones a la señora con la pierna herida, y entonces yo me acerqué a ella, a la dama de los cabellos rojizos. Ella dio vuelta su cuerpo y me vio, sus ojos eran los mismos, y entre las llamas de la explosión, entre el ardor del fuego sobre la arena y todos los sonidos de las miles de voces, gritos y sirenas de los carros de las ambulancias, la sentí. Era mi bella sirena. Ella volvió a mí, porque era lo que debía ser, éramos los dos y nos habíamos encontrado. Me miró directamente, me fijé si estaba herida, si tenía quemaduras, pero no las tenía ¡gracias a Dios!, y sus labios sonrieron al unísono con los míos, me dijo que su nombre era Nivia, y su voz era tal cual la había soñado. En ese instante recordé todas las noches en que pensé en ella, en que deseaba con todas mis fuerzas tenerla a mi lado de vuelta. Pensé en todas las personas, entre amigos y familiares, colegas y pacientes, que alguna vez me dijeron que no creían en las almas gemelas, que no creían en la magia, pero yo sí creía en ellas. Pensé en el niño y en el joven rebelde que una vez había sido, pensé en todas las experiencias que había tenido en la vida, y en las incontables circunstancias por las que había atravesado respecto de mi salud, en los acontecimientos que se fueron dando cuando aún estudiaba, cuando apenas me formaba en la medicina, cuando había ingresado al hospital. En los amores que había tenido, en los anhelos que había hecho realidad y en otros que aún faltaban concretar, y pensé en todo lo que había aprendido hasta ese momento. Y nada en el mundo pudo compararse con el calor del amor que sentí por ella y que alimentaba a mi corazón, caminé despacio para no asustarla por el trauma que había vivido, pero ella corrió hacia mí y me envolvió con sus brazos en un intenso abrazo. La cubrí con mi bata blanca del hospital, nos miramos y ella acarició mi rostro, tenía yo veintiocho años, pero ella lucía igual. Me besó tan profundamente como nos habíamos despedido aquella vez en el medio del océano, bajo la tormenta de rayos y truenos, y supe que ya no nos separaríamos, ¡yo la amaba!, y ¡ella me amaba también!. Supe que a veces nos dejamos enceguecer por la realidad que existe a nuestro alrededor y dejamos de creer en la magia del amor, en la magia de la fe. Supe entonces que a veces creemos que un adiós es definitivo, que puede que añoremos estar con alguien que una vez amamos y perdimos por cuestiones irreparables, pero que siempre puede haber un momento de reencuentro, y que ése puede ser nuestro verdadero destino, que la esperanza es la que nos mantiene la fe viva en nuestro corazón, y ¡cuánta esperanza había guardado yo!.***

 

FIN.

 




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