El canto del jilguero

Inicios

Los veranos nunca habían sido tan lúgubres o al menos no que ella recordara, porque en su memoria aun restaba la sensación de la brisa besando su rostro y la risa de George, no obstante, esta ultima de apoco se iba borrando de su mente.

Los Berrycloth, tenían dispuesto el inicio del verano para mudarse a una de sus propiedades al norte de Yorkshire, propiedad que, a decir verdad, había estado olvidada por lo que parecía mucho tiempo y tanto era así que la señorita Clemence, ignoraba por completo como era el lugar.

—¡Oh! Señor, Berrycloth, ¿piensa usted que de verdad era necesario traer consigo semejante cantidad de polvorientos libros? —musitó la señora Berrycloth, al tiempo en que se colocaba un traslucido pañuelo en la nariz.

—¿Necesario? ¡Imprescindible! diría yo. Además, a Clemence, no parecen incomodarle mis polvorientos libros. ¿No es así?

—Por supuesto que no padre. —respondió la joven sin quitar la vista del paisaje.

—Ya estamos cerca. —dijo el cochero, mientras añadía—. Esta de aquí es la propiedad de los Gastrell, sus vecinos más cercanos.

Al escucharlo, la señorita Clemence, prestó toda la atención que pudo para captar a alguna persona, para admirar detalladamente la construcción de piedra que con el paso del carruaje iban dejando atrás, de modo que esa construcción le diera por lo menos una pista de cómo sería su nuevo hogar ya que hasta el momento sus padres solo se limitaban a decirle: “es un lugar seguro”.

—No cabe duda, en el campo son menos exigentes con la elegancia y más permisivos con la suciedad, pero no yo, yo jamás permitiría que mis criadas holgazaneen con tanta deliberación.

—¡Santo Dios, mujer! Estamos en el campo, no en la corte de la Reyna, por supuesto que hay suciedad.

La señora Berrycloth, una fina dama acostumbrada a no lidiar con el trabajo duro, no estaba familiarizada con el campo, pues habiendo pasado su vida entera en la gran ciudad, se sentía humillada en demasía por ir a vivir a un sitio de menor prestigio, sin importar que su propiedad fuera de las más lujosas y respetables de todo Yorkshide. Por otro lado, el señor Berrycloth, no veía agredido su honor, por el contrario, siendo un hombre sabio y noble, pensaba que el dejar la ciudad resultaría realmente benéfico para su familia.

—¿Es ahí? —preguntó Clemence, con ojos añorantes mientras señalaba una majestuosa edificación en las cercanías.

—Bienvenida a casa, querida. —le respondió su madre sin ninguna expresión en el rostro y con un sutil sabor a sarcasmo e ironía.

Ni el cándido sol de mediodía podría brindar de calor a esa frialdad con que la señora Berrycloth trataba a su hija, apenas la miraba y ni pensar en una sonrisa, no, y se podría decir que el trato de un pariente lejano llegaría a ser más afectuoso.

Habiendo llegado a su nueva casa, los Berrycloth se disiparon cada cual a sus labores, la señora de la casa se dispuso a ordenarle a la servidumbre donde habrían de poner los muebles, que se haría para la cena y esperaba ponerse al tanto de todo lo que se cuchicheara en la región, temas que desde luego las criadas manejaban a la perfección y que aunque no quisiera reconocer la señora Berrycloth, escuchar sobre los amantes de la condesa o bien, sobre los amoríos de algún militar, era su pasatiempo favorito. Por su parte el señor Berrycloth tenía asuntos que resolver y penetrando en su despacho se quedó a puerta cerrada gran parte de la tarde, y Clemence, oh, la pobre señorita Clemence, que vagaba por los fríos pasillos llenos de cosas viejas cubiertas por sábanas blancas que asemejaban melancólicos fantasmas llenos de hollín, llegó hasta una habitación en la planta alta, el viento entraba por un inmenso ventanal que daba justo a los jardines, a lo lejos se escuchaba un riachuelo, los borbotones de agua parecían hipnotizantes, sin embargo, Clemence no lograba verlo y es que custodiando los límites de la propiedad erguido, orgulloso y fuerte se levantaba  un muro de piedra, cubierto de maleza, musgo y flores de lavanda.

—Podría apostar —se dijo a ella misma—. Que George habría elegido esta habitación, que habría intentado escalar ese muro, que jugaría en la hierba y robaría alguno de mis libros solo para irritarme, podría apostar, que, si fuera su elección, jamás me habría dejado sola.

El corazón de la señorita se oprimía lentamente, sofocándola casi hasta dejarla sin aliento, las fibras de su pecho se desgarraban y en un letargo doloroso le pedía a la divinidad tomar su lugar, pues ella no sabía cómo sobre llevar su ausencia, pero sin duda George, él, sabría cómo seguir adelante, pues siendo el único capaz de sacarle sonrisas a su madre todos estarían bien, pero no era el caso, George no estaba, las risas de su madre se habían marchado junto con él y el señor Berrycloth prefería asumir que nada había pasado, y que desde un principio siempre fueron tres.

Clemence, se quedó en aquel ventanal hasta que los últimos rayos de luz se ocultaron tras la montaña.

—Señorita, pronto se servirá la cena, debe alistarse.

Luego de un sobresalto apenas notorio, Clemence asintió sin decir nada. Las cenas con su familia se habían teñido de un tono difuso pues ya no eran lo que alguna vez fueron, ahora resultaba en una simple formalidad que, a su parecer, estaba de más.

—Debe estar ansiosa —dijo la dama de cama mientras le ceñía el vestido.

—¿Por la cena? —preguntó Clemence, extrañada.

—¿Cómo? ¿No lo sabe aún?

—¿Saber qué?

—Mañana a primera hora llegará su dama de compañía, es de su edad, pensé que le agradaría la idea de tener a otra señorita para que le sirviera, quizá podría ser… bueno, olvide eso último.

—¿Ser mi amiga? ¿Eso es lo que iba a decir?

—Perdone mi atrevimiento señorita Clemence, pero es que se ve usted tan triste, abstraída de todos desde que… ah, ya sabe.

De algún modo la criada tenía razón, la posibilidad de tener un amigo, alguien con quien compartir sus días aparte de sus libros, hacía que Clemence, se aferrara a alguna esperanza y como es bien sabido, la esperanza es el inicio de todo lo maravilloso.




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