CAPITULO II
El roce de la hierba tibia acariciando su piel y un vapor liviano que brotaba desde las profundidades de la tierra húmeda, se tornaba en un placer inaudito el cual desbordaba todo su ser, cuando de pronto lo notó, un silencio espeso ahogaba la atmosfera del jardín.
—Ya… ya no lo escucho. ¡No escucho a George!
Comenzó a buscarlo frenéticamente, no estaba escondido entre las lavandas, no estaba tomando una siesta bajo el roble y no, no estaba en la casa. Entonces recordó que tan solo horas antes George, le comentó que en el estanque había renacuajos y una salamandra, que sería fascinante capturar alguno de ellos en un frasco o por lo menos podría conformarse con tocarlos.
—¡No, no puede ser! —pensó mientras el miedo afloraba en ella.
Corrió tan rápido como pudo hasta llegar al estanque, deseando con todo su corazón equivocarse, que sus estúpidas sospechas terminaran ahí, en sospechas, sin embargo, a escasos metros del tan temido estanque…
Clemence, nunca en su vida había deseado tanto despertar de un sueño, se sentía cansada, el cuerpo le dolía y al mirarse en el espejo se encontró terriblemente mal, sus ojos estaban hinchados, su cabello más enmarañado de lo común y, por si fuera poco, un dolor de cabeza acosante.
Tres golpeteos llamaron la atención de Clemence, era una de las criadas quien a petición de su madre había ido a despertarla.
—Señorita, despertó temprano. Pero… parece que jamás durmió ¿Pasó mala noche? ¿No me diga que enfermó?
—Descuide, no estoy enferma, es solo que no pude dormir muy bien.
—Menos mal, mi niña, porque su padre ya ha partido a Londres y ¿Quién la atendería entonces?
—¿Partió tan rápido? Creí que por lo menos podría despedirme de él.
—La misma Reyna mandó un coche para llevarlo a Londres lo más pronto posible, se dice que hay una enorme tensión en la corte, la monarquía tiene miedo y con toda razón, la Reyna no ha dejado un heredero al trono y todos están a la expectativa.
—Ya veo, eso quiere decir que mi padre no volverá pronto.
El evidente pesar en la voz y en el rostro de Clemence provocó que la criada quisiera reconfortarla, animarla de algún modo y mientras peinaba su cabello le dijo.
—No se preocupe por su padre, él estará bien y usted, señorita, disfrutará de la compañía de su madre.
Sí, pensó Clemence, la grata compañía de una mujer que apenas y le dirigía la palabra, una mujer que prefería dedicarle sus miradas a un viejo bordado que no pensaba terminar jamás, antes que dedicárselas a ella, una mujer que con su compañía la hacía sentir sola y cuyos abrazos le daban frío.
Parecía una mañana como cualquier otra, el sol brillaba, el aire era fresco y la servidumbre se movía de un lado a otro sumergidos en sus deberes, tan taciturnos y monótonos, una atmosfera etérea de la cual cualquier hombre cuerdo desearía huir, sin embargo, Clemence debía hallarle gusto a tal lugar, después de todo ese era su hogar.
El desayuno se servía a temprana hora de la mañana, un tazón de avena caliente con fruta de temporada y unas pizcas de canela, no estaba mal, pero luego de años desayunando lo mismo resultaba decepcionante encontrar ese humeante tazón cada día, no obstante, lo que Clemence habría de hallar esta vez sin duda alegraría su mañana, esa mañana que pese a los rayos de sol le resultaba lúgubre.
—Sin avena, ¿puedes creerlo? ¡No hay avena en esta casa! —se quejaba la señora Berrycloth luego de darle unos sorbitos a su té de anís —. Supongo que no te hará mal comer un poco de biscocho y les pedí que te trajeran té de rosas con leche.
—¡Mi favorito!
La emoción en el rostro de Clemence era obvia, su madre la observó por un momento que, pese a lo fugas que fue pareció eterno.
—Lo sé, ha sido tu favorito desde que tenías siete años.
Entonces, en aquel momento en que se iba a dar una charla entre madre e hijas, una añorada conversación que no daba lugar desde hacía bastante tiempo y como una broma de mal gusto por parte del destino, fueron abruptamente interrumpidas.
—Está aquí, señora.
—Bueno hazla pasar.
—Ven, acércate. —dijo entre susurros la ama de llaves, fue así que desde la penumbra de la cocina salió una muchacha, de aspecto gentil, de cabellos dorados como el trigo y piel sonrosada, era extremadamente tímida y su torpeza que salía a relucir de vez en cuando no la ayudaba mucho.
—Ella es Colette, será tu dama de compañía a partir de ahora, supuse que te resultaría más cómodo ser atendida por una muchacha de tu edad.
Colette no era precisamente de su edad, sino que era cinco años mayor que Clemence, su nueva dama de compañía solía vivir en el pueblo y conocía muy bien la zona, cosa que era realmente favorecedor para Clemence, siendo prácticamente extranjera en Yorkshire. La señorita Berrycloth no podía evitar preguntarse si es que tendrían algo en común, si aquella muchacha era amante de la poesía tal como lo era ella o si prefería el croché, aunque a decir verdad todo eso terminaba siendo irrelevante puesto que el simple hecho de despedirse de la solead le resultaba suficiente.
Luego del desayuno la señorita Clemence debía dedicarse a sus labores como lo eran sus clases con una institutriz, bordado, poesía y el pianoforte, actividades que eran de su agrado y que ahora con una dama de compañía le resultaban mucho más amenas. Llegada la tarde en Yorkshire, el viento soplaba placido y cálido, el graznar de los gansos y el bullicio propio del campo resultaba placentero para aquellas almas más nobles y puras, y así, luego de haber hallado el momento perfecto, Clemence y Colette cruzaron sus primeras palabras, palabras que habrían de florecer en una encantadora amistad.
—¡Qué maravilloso! Te gusta la poesía —dijo Clemence, ofreciéndole un libro a Colette.
—Solo un alma desposeída del sublime encanto de la belleza, seria indiferente a la poesía.