El castigo de la villana

Una ultima oportunidad

La habitación estaba en completo silencio, pero en la mente de Matías reinaba un caos absoluto. No había dormido bien esa noche, con los pensamientos del manual rondando su cabeza como un enjambre de abejas. La idea de disculparse con Isolde no lo dejaba en paz. Y no porque sintiera culpa, porque no la sentía, sino porque sabía que no tenía opción.

Había intentado ignorar el libro, pero cada vez que cerraba los ojos, las palabras brillantes de la misión aparecían como un recordatorio de su condena: “Pedir disculpas sinceras a Lady Isolde.”

—¿Cómo demonios se supone que haga eso? —murmuró, dejando caer la cabeza entre sus manos.

Antes de que pudiera hundirse aún más en su frustración, la temperatura de la habitación pareció bajar de golpe. El aire se tornó pesado, y una presencia familiar lo envolvió.

—¿Ya te rindes? —dijo una voz burlona.

Matías levantó la cabeza de golpe, encontrándose cara a cara con la figura encapuchada que lo había recibido en este mundo. Su cuerpo se tensó de inmediato.

—¿Qué demonios haces aquí? —gruñó, olvidando por un momento lo extraño que sonaba su voz femenina.

La figura dio un paso hacia él, y aunque su rostro permanecía oculto, Matías sintió el peso de su mirada.
—Vine a recordarte las reglas, Matías. Tienes solo hasta el final del día para completarlo.

Matías sintió un nudo formarse en su estómago.
—¿Y si no lo hago?

Una risa baja resonó en la habitación, helándole la sangre.
—Sabes lo que pasará. El infierno te espera, y créeme, será un destino mucho peor que este.

Matías apretó los dientes, odiando lo impotente que se sentía.
—Esto no es justo. No siento culpa, ¿cómo se supone que me disculpe sinceramente si ni siquiera lo creo?

La figura inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviera disfrutando de su desesperación.
—Ese es tu problema. Tu tarea no es solo pedir perdón; es aprender a arrepentirte. Quizás hoy no lo entiendas, pero si fallas, no tendrás más oportunidades.

Y con esas palabras, la figura desapareció, dejando tras de sí un silencio sepulcral.

Matías se dejó caer sobre la cama, sintiendo cómo el peso de la misión lo aplastaba. No podía fallar. No importaba lo humillante que fuera, no iba a permitir que ese capuchón lo arrastrara al infierno.

....

Después de debatir consigo mismo durante lo que pareció una eternidad, Matías decidió que no tenía más opción. Tenía que disculparse con Isolde, y si eso significaba arrastrarse por el suelo o humillarse frente a todo el personal de la mansión, que así fuera. Su orgullo ya no importaba.

Se levantó y salió de la habitación, moviéndose con pasos rápidos y decididos, aunque todavía tropezaba ocasionalmente con el borde del vestido. Su mente trabajaba a toda velocidad, buscando la forma más eficaz —y rápida— de cumplir la misión.

Cuando llegó al salón principal, un grupo de sirvientes estaba limpiando y arreglando el lugar. Algunos pulían los candelabros, otros sacudían las cortinas, y unos pocos estaban en el centro de la habitación discutiendo sobre la disposición de los muebles. Matías se detuvo en seco al verlos.

Entre ellos estaba Isolde, revisando algunos documentos con una expresión serena. El corazón de Matías comenzó a latir con fuerza, no por nerviosismo, sino por pura frustración. ¿Por qué tiene que estar rodeada de testigos? pensó. Pero no tenía tiempo para esperar una oportunidad más privada.

Respiró hondo, cerrando los ojos por un momento, y luego se dirigió hacia Isolde con pasos decididos. Cuando llegó a su lado, los sirvientes dejaron de hablar, susurrando entre ellos al ver a la siempre distante Lady Evangeline acercándose.

—Isolde —dijo Matías, su voz más fuerte de lo que pretendía.

La joven levantó la vista, sorprendida por el tono.
—¿Evangeline? ¿Qué ocurre?

Matías sintió cómo todos los ojos de la sala se posaban sobre él. Tragó saliva, recordando que no tenía opción. No podía fallar.

Y entonces, lo hizo.

—¡Por favor, perdóname! —dijo, dejándose caer de rodillas frente a Isolde, quien abrió los ojos como platos.

Los sirvientes dejaron escapar exclamaciones ahogadas, y uno de ellos dejó caer un cubo de agua que llevaba, creando un charco en el suelo. Matías no se detuvo. Se inclinó hacia adelante, casi tocando el suelo con la frente, y extendió las manos en un gesto suplicante.

—He sido horrible contigo. Una verdadera basura de persona. No merezco tu perdón, pero... ¡por favor, dame otra oportunidad! —dijo, su voz llena de dramatismo que casi parecía teatral.

Isolde estaba demasiado atónita para responder. Miró a su hermanastra postrada frente a ella, sin saber si reír, llorar o simplemente salir corriendo.

—Evangeline... —murmuró, mirando a los sirvientes, que se habían quedado congelados en sus lugares.

Matías levantó la cabeza ligeramente, viendo su reacción. Decidió que tenía que llevarlo al siguiente nivel. Tomó el borde de su vestido y lo levantó como si estuviera ofreciendo una especie de reverencia ridícula.

—Haré lo que sea. ¡Prometo no molestarte nunca más! —exclamó, mientras los sirvientes intentaban contener la risa y fallaban miserablemente.

Uno de los mayordomos carraspeó, intentando restaurar el orden.
—Lady Evangeline... ¿se encuentra bien?

Matías lo ignoró por completo, manteniendo su mirada fija en Isolde. Sabía que estaba haciendo el ridículo, pero no le importaba.

Finalmente, Isolde soltó un suspiro y se inclinó hacia él, extendiendo una mano para ayudarlo a levantarse.
—Está bien, Evangeline. Te perdono. Por favor, levántate.

Matías sintió un peso caer de sus hombros al escuchar esas palabras. Se puso de pie lentamente, ignorando las miradas de los sirvientes y el charco de agua en el suelo.

—Gracias... —murmuró, sin poder evitar que su tono sonara un poco seco.

Isolde lo miró fijamente por un momento más, como si intentara entender qué estaba pasando por su mente. Finalmente, asintió y regresó a los documentos que tenía en las manos.




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